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JUEVES SANTO (Ex 12, 1-8.11-14; Sal 115, 12-18; 1Cor, 23-26; Jn 13, 1-15)

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En la intimidad de la noche Nicodemo escucha de Jesús la afirmación de que  hay que nacer de nuevo . Pero, ¿acaso es posible volver al seno de la madre?, se pregunta. También nosotros, de una manera u otra, deseamos nacer de nuevo, porque arrastramos heridas de nacimiento que no nos dejan en paz. No del nacimiento físico, sino del nacimiento a lo que somos, el nacimiento vivido en opciones y relaciones, en situaciones y contextos que han hecho que seamos lo que somos, nosotros mismos. Es verdad, con todos nuestros valores y posibilidades, pero también con tantos traumas, obsesiones, miedos, heridas en el cuerpo o en el alma, que retienen nuestra verdad última.  Y Jesús en esta otra tarde de intimidad con nosotros nos dice que es posible, nos invita a nacer de nuevo en el seno de su misma vida. Venid, entrad en mi mesa, recogeos en mí, en quien fuisteis engendrados antes de los tiempos, en el mismo amor del Padre por mí que ahora quiero compartir con vosotros. Estáis hechos solo de amor

Pequeña oración para el JUEVES SANTO

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DOMINGO DE RAMOS (Mc 11, 1-10; Is 50, 4-7; Sal 21, 8-9.17-18a.19-20.23-24; Fil 2, 6-11; Mc 15, 1-39)

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Hoy, la liturgia comienza con una procesión que nos invita a unirnos a Cristo en su entrada en Jerusalén. Él, como David, va a conquistar Jerusalén que, sin saberlo, está presa como el mundo del pecado de los hombres. Jesús lo dirige todo, da “órdenes precisas”, dice Marcos, para organizar la conquista, esta vez no como el David guerrero, fuerte y poderoso, sino como rey pacífico, humilde, montado en un borrico. Esta es la única forma en que las murallas del pecado se derrumban y aparece la verdadera Jerusalén, la ciudad de la paz, reflejo de la nueva creación. Jesús entra en el espacio donde el poder ensimismado del hombre utiliza hasta lo más sagrado para afirmarse. Y allí va a desplegar su vida humilde y generosa, su oferta definitiva de vida para todos. Todo lo organiza para que suban con él sin dejar atrás las formas y maneras de su vida mesiánica. Pero cuando gritan “hosanna” a su alrededor, aún no saben, aún no han purificado del todo su fe y piensan demasiado en el David an

DOMINGO V DE CUARESMA (Jer 31, 31-34; Sal 50, 3-4.12-15; Hb 5, 7-9; Jn 12, 20-33)

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En el evangelio de hoy algunos quieren ver a Jesús. Sucedió antes y sucede ahora. Les atrae su fuerza de vida, las palabras con las que ensancha el mundo hacia Dios dando consuelo y aliento, el espacio que puede encontrarse junto a él para descansar y recuperar la identidad perdida. Los que se acercan o queremos estar cerca buscamos escapar de ese desierto que nos acecha de continuo desde dentro y desde fuera: en nuestra biología, en nuestra voluntad, en nuestras relaciones; de este desierto que es un peso muerto que nos quita la vida con infinidad de nombres: enfermedad, soledad, enemistad, culpa… Y antes y ahora, Jesús nos acoge por un tiempo en ese espacio de bien que nace de su tacto divino, de su amor vitalizante, de su mirada reconstituyente. Pero, después de un tiempo, comienza a hablar un lenguaje extraño, nuestro mismo lenguaje, el que nosotros no hubiéramos pensado escuchar en su boca: “Mi alma está angustiada…”, “Si el grano de trigo no muere...”. Y entonces nos preguntamo

DOMINGO IV DE CUARESMA (2Cro 36,14-16.19-23; Sal 136,1-6; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21)

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Vivimos en medio de las adulaciones de la política y del mercado: “Sois fantásticos, os lo merecéis todo”. No otra cosa nos susurran los anuncios, y así se dirigen a nosotros los políticos que solo nos dicen lo que las encuestas les han enseñado antes que queremos oír. Pero, a la vez, nos rodean las críticas de los demás y a ellos les acosan las nuestras. Y, después, lo que nos dice nuestro oscuro interior lleno de problemas no resueltos, de sentimientos de culpa y de complejos de inferioridad. Pero no importa, todo hay que vestirlo que luz artificial. No importa si nos engañamos o nos engañan. Todo sea por tener la sensación por un momento de vivir en  Happyland , o al menos que los demás lo crean. Frente a ello, Jesús nos mira a los ojos y, con un afecto no exento de seriedad, nos hace ver la verdad de las cosas, nos muestra con su presencia nuestras culpas y nuestros miedos, aunque también nuestro valor y nuestras posibilidades. Caminar con él es como aprender a desnudarse y descu