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Mostrando entradas de septiembre, 2023

DOMINGO XXVI. CICLO A (Ez 18,25-28; Sal 24,4-9; Flp 2,1-11; Mt 21,28-32)

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El evangelio siempre exige conversión. No solo la conversión primera que nos sitúa en el entorno de Jesús como oyentes admirados y deseosos de que su palabra se haga vida en el mundo. Conversión continua, decisiones concretas frente a la inercia de la vida, porque todos sabemos que nuestra vida tiene sus propias razones, claras o escondidas, para vivir a su ritmo sin que el evangelio sea más que un barniz. Sabemos que Dios nos ama, pero no le damos tiempo para que nos lo diga personalmente porque no terminamos de creer en la oración y tomárnosla en serio. Sabemos que solo Cristo es la palabra definitiva que discierne nuestros sentimientos, pensamientos y acciones para situarlas en su lugar, pero no damos tiempo a su historia para que dialogue con la nuestra de verdad y discierna sobre la carne de nuestros pasos. Sabemos que él nos espera en los que anhelan un poco de vida en cualquiera de sus formas, pero nos conformamos con limosnas (de tiempo, palabras o dinero) que encubren nuestr

DOMINGO XXV. CICLO A. (Is 55,6-9; Sal 144, 2-3.8-9.17-18; Flp 1, 20c-24.27a; Mt 20,1-16)

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  A modo de cuento añadido a la parábola . Era un negocio grande y diversificado. Había toda clase de trabajos en aquella empresa y nadie conocía al accionista principal que había logrado crearla y pasar inadvertido siempre. Y todo funcionaba como siempre han funcionado las cosas. Los trabajadores altamente cualificados cobraban mucho y los que solo tenían el bachillerato cobraban poco, porque el trabajo que hacían era distinto. Algunos que tenían buena salud hacían horas extras y otros se las veían y deseaban para llegar con algo de fuerza a cumplir el horario básico. Sin embargo, había buen ambiente e incluso, de cuando en cuando, la empresa organizaba fiestas comunes en las que todos se mezclaban. Y nadie se quejaba porque la empresa cumplía escrupulosamente la normativa salarial. Todo iba bien, todo funcionaba como siempre han funcionado las cosas. Todo, hasta que al accionista invisible se le ocurrió preguntar quién trabajaba más, si la señora de la limpieza o el consejero de or

DOMINGO XXIV. CICLO A. (Eclo 27,30-28,7; Sal 102,1-12; Rom 14,7-9; Mt 18,21-35)

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En algunas ocasiones es difícil comentar el evangelio porque es demasiado claro, directo, vinculante. Entonces, al comentarlo, lo embarullamos, limamos sus aristas, lo amaestramos para que no nos haga daño, lo adaptamos y, así, le quitamos la fuerza con la que pretende entrar en nuestra vida: “¡Bueno -decimos-, no hay que tomárselo al pie de la letra…! Es una manera de hablar, Querría decir…”. Y con estas palabras anulamos la buena noticia de Jesús, porque la buena noticia viene siempre envuelta en sudor y sangre, y solo puede ser acogida con una cierta agonía mientras florece. Por eso, no hay que dar muchas vueltas a las palabras del evangelio sobre el perdón. O nos perdonamos o perecemos en el valle del rencor, masticando de continuo el polvo de la maledicencia. No hay término medio: o perdón o resentimiento. Las heridas, parece decir Jesús, no terminan de curarse más que dejándolas atrás. Aferrarse a ellas solo las mantiene vivas e hirientes.   ¡No hay término medio! ¡No lo hay! Lo

DOMINGO XXIII. CICLO A (Ez 33,7-9; Sal 94,1-9; Rom 13,8-10; Mt 18,15-20)

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No es fácil acoger el evangelio de hoy en esta Iglesia nuestra que todavía lleva en el corazón de su espiritualidad un sello marcadamente individualista. Cada uno por su calle, como los atletas de carreras cortas. Sin embargo, Jesús sabe que la carrera de nuestra fe es larga y a menudo difícil y que, por eso, necesitamos sostenernos y enseñarnos unos a otros. Como dice el conocido proverbio africano: “Si quieres ir rápido camina solo, si quieres llegar lejos ve acompañado”. Por otro lado, el Concilio nos recuerda que “fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo” (LG 9). Esta forma de caminar juntos es mucho más rica, pero requiere determinados valores. La  paciencia  para no dejar atrás a los que nos parecen lentos, pobres y pecadores; la  gratitud  para reconocer que nuestras cualidades y nuestros logros se asientan en el trabajo previo y recibido de los demás; y la  humildad  para sa

DOMINGO XXII. CICLO A. (Jer 20, 7-9; Sal 62, 2-9; Rom 12, 1-211, 33-36; Mt 16, 21-27)

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Hay leyes que marcan la vida y las relaciones de los hombres entre sí. Existiría, nos dice el pensamiento inmediato, una lógica que organiza el mundo y a la que podríamos adaptarnos para que la vida se ensanchara favorablemente: “El esfuerzo tiene su recompensa”, “Si te portas bien con los demás, ellos se portarán bien contigo”, “La mentira tiene las patas cortas”. Muchas frases similares están inscritas en nuestra mente y nuestro corazón. Además, el creyente confía en que Dios mismo ha creado el mundo con orden y que estas leyes, por tanto, actúan eficazmente. Y, sin embargo, de continuo nos topamos con la excepción y la contradicción. ¿Por qué el trabajo duro de muchos no es valorado y no consigue dar a la vida descanso?, ¿por qué el amor no es amado?, ¿por qué se imponen las mentiras de los poderosos?  Parece que algo tiene distorsionado el mundo y no lo deja fluir en su lógica de vida con la que está creado. Es en esta situación en la que se pronuncia el evangelio de hoy en el qu