DOMINGO XXIV. CICLO A. (Eclo 27,30-28,7; Sal 102,1-12; Rom 14,7-9; Mt 18,21-35)
En algunas ocasiones es difícil comentar el evangelio porque es demasiado claro, directo, vinculante. Entonces, al comentarlo, lo embarullamos, limamos sus aristas, lo amaestramos para que no nos haga daño, lo adaptamos y, así, le quitamos la fuerza con la que pretende entrar en nuestra vida: “¡Bueno -decimos-, no hay que tomárselo al pie de la letra…! Es una manera de hablar, Querría decir…”. Y con estas palabras anulamos la buena noticia de Jesús, porque la buena noticia viene siempre envuelta en sudor y sangre, y solo puede ser acogida con una cierta agonía mientras florece.
Por eso, no hay que dar muchas vueltas a las palabras del evangelio sobre el perdón. O nos perdonamos o perecemos en el valle del rencor, masticando de continuo el polvo de la maledicencia. No hay término medio: o perdón o resentimiento. Las heridas, parece decir Jesús, no terminan de curarse más que dejándolas atrás. Aferrarse a ellas solo las mantiene vivas e hirientes.
¡No hay término medio! ¡No lo hay! Lo que sí hay es un camino casi
imposible de recorrer hasta poder perdonar. Porque Jesús habla hoy del perdón
de verdad, ese al que se opone la ira irresistible que brota de las heridas
sufridas. Este camino, largo y difícil, requiere arraigarse cada día un poco
más en el amor fundante, compañero y rehabilitante de Dios. Solo cuando nos
sabemos protegidos por Él podemos dar pasos hacia el perdón. Por eso, el perdón
quizá solo sea un efecto indirecto que se produce cuando entregamos del todo
nuestra identidad, nuestras heridas y nuestro futuro a Dios.
Pintura de Caitlin Connolly, Pintar el mundo de vida pese a todo (titulo imaginario).
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