DOMINGO XXV. CICLO A. (Is 55,6-9; Sal 144, 2-3.8-9.17-18; Flp 1, 20c-24.27a; Mt 20,1-16)

 A modo de cuento añadido a la parábola.

Era un negocio grande y diversificado. Había toda clase de trabajos en aquella empresa y nadie conocía al accionista principal que había logrado crearla y pasar inadvertido siempre. Y todo funcionaba como siempre han funcionado las cosas. Los trabajadores altamente cualificados cobraban mucho y los que solo tenían el bachillerato cobraban poco, porque el trabajo que hacían era distinto. Algunos que tenían buena salud hacían horas extras y otros se las veían y deseaban para llegar con algo de fuerza a cumplir el horario básico. Sin embargo, había buen ambiente e incluso, de cuando en cuando, la empresa organizaba fiestas comunes en las que todos se mezclaban. Y nadie se quejaba porque la empresa cumplía escrupulosamente la normativa salarial. Todo iba bien, todo funcionaba como siempre han funcionado las cosas.

Todo, hasta que al accionista invisible se le ocurrió preguntar quién trabajaba más, si la señora de la limpieza o el consejero de organización; a quién le costaba más hacer su trabajo, si al de mantenimiento o al programador informático, si al que debía sonreír pasara lo que pasara y a las horas concertadas desde detrás del mostrador a los que entraban o al que podría teletrabajar a su ritmo; y después los que solo se levantaban para ir de empresa en empresa solo a presentar un currículo que sería rechazado, esos tan invisibles como él. Y, ni corto ni perezoso, viendo que no había equivalencias reales en el sueldo decidió ampliar el sueldo de los que menos cobraban y bajar el de los que podían permitirse con él vacaciones que ni soñaban los primeros.

Y se armó la marimorena, y hubo enfrentamientos y juicios, y la empresa tuvo que dar marcha atrás porque las cosas estaban bien como estaban. ¿No había sido una estupidez insensata y provocativa pensar y hacer lo contrario? Sin embargo, uno creyó entender, y desde aquel incidente sus vacaciones se hicieron más austeras y su colaboración con los que no podían ni imaginarlas más grande, la ropa de sus hijos más barata y las de algunos desconocidos más nueva. Y aunque aquel accionista principal que a todos daba trabajo desapareció de nuevo del horizonte, todos los días en un gran ventanal del piso catorce, el último, se veía a un hombre que se asomaba a contemplar a los que salían del trabajo y miraba con especial complacencia a aquel que había comprendido y seguía trabajando igual de cansado y de contento que siempre.


Pintura de Gaetan de Seguin, Muchedumbre mínima

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA CELDA. Jornada pro orantibus - 2023

Los ángeles de la noche (cuento de Navidad)