Domingo de la Trinidad. Jornada pro orantibus


Estamos tan divididos y distantes entre nosotros que apenas podemos imaginar que la diferencia pueda reconciliarse con la unidad. Tenemos tanto miedo a perder nuestra identidad y nuestra libertad que el otro apenas si deja de ser una compañía amenazante, incluso cuando es alguien cercano y querido. Estamos tan fracturados y fragmentados interiormente que ni siquiera nosotros mismos podemos decir que somos uno, perdidos como estamos entre una multitud de afectos, deseos, impulsos que nos habitan y no terminan de armonizarse.
Y sin embargo seguimos diciendo yo y diciendo nosotros, y haciéndolo a la vez, como si no pudiéramos perder esta identidad personal y plural que nos habita herida y anhelante. ¿Cuándo podremos decir yo sin contradicciones?, ¿cuándo podremos decir nosotros sin enfrentamientos?, ¿cuándo nos reconciliaremos con todas nuestras tendencias silvestres que no sabemos amaestrar?, ¿cuándo nos daremos cuenta de que estamos creados para ser nosotros mismos al tiempo de ser de los otros?
Vivimos, desde el principio de los tiempos relaciones viejas, desgastadas por el miedo, la sospecha, la mentira. Pero seguimos invitando una y otra vez a algunos a nuestra vida para ver si ahí, en ellos, encontramos el paraíso de la comunión. No pases de largo, le decía Abraham al Señor que se dejaba ver delante de su tienda en la figura plural de tres peregrinos. ¿Cuántas veces se lo hemos dicho nosotros o lo hemos querido decir a alguien sintiendo que en él podía estar la fecundidad de nuestra vida? ¿Y cuántas veces el diablo ha sonreído cínicamente en nosotros diciéndonos, después del primer traspiés, que no hay nada que hacer, que los otros son como son y nosotros somos ya viejos para fiarnos de expectativas que son propias de jóvenes que no saben de la vida?
Sara se rió mirando su propio cuerpo y el de Abraham y el de la vieja humanidad a la que ya parecía que se le había pasado la oportunidad de ser una y engendrar una vida nueva. Se rió como tantas veces llora nuestro corazón cuando ha desesperado de una vida donde se reúna la integridad, el amor y la fecundidad.
Pero era Dios quién allí mismo había pronunciado su profecía. Dios mismo. Era Dios el que se había parado y aceptado la invitación a comer y descansar, y había despertado de nuevo, con la promesa de un simple hijo, el deseo de un encuentro sin distancias con el sueño y la vocación primera de Abraham: ser él mismo un pueblo numeroso, ser él mismo una bendición para todos los pueblos. Porque estaba hecho a imagen de Dios, hecho para que cupiera en él la multiplicidad de lo distinto y la bendición que lo reúne sin distancias con el vínculo del amor. Por eso Abraham comenzó a interceder, en el siguiente capítulo de su vida, por todos, también por los habitantes de Sodoma y Gomorra que parecían perdidos sin solución. Dios le había abierto su corazón como a Sara las entrañas. Le había hecho comprender que estaba creado a imagen y semejanza de ese Dios que camina en su eternidad en un diálogo de peregrinos que van al mismo paso, sin apenas diferenciarse, amándose como se aman.
Esto pensó Cuarto, nuestro hermano, cuando escuchó el pasaje de Génesis y todos estaban admirándose del milagro y deseando pedir su propio hijo, su propio milagro. Esto pensó, y se retiró por largo tiempo de sus negocios para meditar, porque veía que en los negocios de la vida se buscan demasiado deprisa fecundidades inmediatas y la fecundidad de Dios es solo el amor y va para largo, para caminar por la vida eterna. Cuando volvío a la ciudad, después de mucho tiempo, todos a su alrededor se sentían uno, acogidos y bendecidos en su mirada.

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