Reflexiones para el domingo XXVII (Is 5, 1-7; Mt 21, 33-43)
Así como en otros tiempos los
textos de la Escritura en los que se hablaba de la violencia de Dios se
aceptaban con naturalidad utilizándolos como coartada para justificar la
violencia de los cristianos contra sus enemigos, en estos momentos nuestra
cultura se escandaliza de los mismos y acusa a la Escritura de ser un texto
sangriento que es mejor dejar de lado. De esta manera dos caminos que parecen
opuestos sirven al que los recorre para lo mismo, ya que el que juzga para
absolver o el que lo hace para condenar se cree justo, sin connivencias con el
mal o la violencia.
Sin embargo, la Escritura es toda
ella palabra con la que Dios nos guía, nos advierte, nos enfrenta a la verdad
oculta de nuestra vida: la que nos condena y la que nos puede salvar. La
cuestión es saber leer, dejarse conducir por el Espíritu del mismo Jesús que
nos dejó para que llegásemos a la verdad completa.
En el texto de Isaías de este
domingo, así como en el de Mateo, se presenta a un Dios que gratuitamente
ofrece su amor y su trabajo a los hombres (“el canto de amor a su viña”). Sin
embargo, ante su rechazo y la falta de frutos de amor y cuidado (lo que él
mismo ofrecía), parece convertirse en un Dios despechado y violento que
convierte su amor en odio. Esta parece ser la lectura evidente de los textos. Sin
embargo, el evangelio nos da una perspectiva nueva cuando Jesús pregunta: “¿Qué
hará con aquellos hombres?”, y son los hombres y no Dios los que dicen: “Los
hará morir de mala muerte”.
Jesús ante esta respuesta se
presenta como piedra en la mano de Dios, no piedra para apedrear a los
infieles, sino como piedra angular con la que reconstruir el edificio arruinado
por la injusticia de los hombres. Jesús no condena, sino que ayuda a reconocer
el ciclo de violencia que perpetuamos los hombres, a reconocer nuestra
autocondena.
Por eso quizá pudiera entenderse la
violencia que parece acompañar las palabras y acciones de Dios como la
descripción de una especie de violencia kármica, es decir, cuando la humanidad
elige el camino de la injusticia los hombres terminan por sufrir su propia violencia
(basta escuchar a Caín: Ahora el que me encuentre me matará”, Gn
4, 14). La violencia de Dios no sería sino el dejarnos en
nuestras propias manos. Dios, no obstante, no puede resistir mucho tiempo esta
separación, pues enseguida su corazón compasivo se vuelve a nosotros para
intentar reconstruirnos. Como dice en otro pasaje Isaías: “Por un momento te
abandoné, pero ahora te acojo con inmenso cariño. En un arrebato de ira te
oculté mi rostro por un momento, pero mi amor por ti es eterno” (54,
7-8).
Así pues, la violencia que sufre la
humanidad no es nunca un castigo de Dios, sino la consecuencia de no aceptar
sus cuidados y caminos. Pero a la vez los sufrimientos sufridos por esa
violencia son una llamada a volver a recibir a Dios como único Señor de la
vida.
Solo una cosa más, demasiadas veces
unos son los que provocan el sufrimiento y otros los que los sufren. Por eso, a
los que oímos y entendemos se nos pide convertirnos en piedra angular de una
nueva viña donde todos, en especial estos últimos, puedan recibir el cuidado
con el que Dios trata siempre lo que ha llamado a la vida.
Restáuranos,
Señor, que brille tu rostro y nos salve.
Gracias, yo creo que EL se ha apartado del todo de mi ya que vino a mi viña y solo encontró basura y miseria, gracias, he buscado su libro aquí en Madrid y no lo encuentro he ido a las paulinas, gracias una vez más.
ResponderEliminarSi algo es propio del Señor es no desesperar nunca de lo que nos parece que está perdido, los demás o nosotros mismos. A veces lo más difícil es atravesar el juicio de nuestro corazón que demasiado rápidamente identificamos con el suyo.
EliminarPor eso demos mirar a los otros y a nosotros mismos no solo con nuestra mirada, sino fundamentalmente con la mirada de Cristo (que encontramos en el evangelio) y descubrir en ella un camino, quizá largo, pero seguro, para convertirnos en parte de su gracia para el mundo.
No desesperes.
Un saludo.