Reflexiones sobre el evangelio del domingo XXXII (Sab 6,12-16; Sal 63; Mt 25,1-13)

 

Si es verdad que Dios está en todos los lados, es igualmente cierto que no es fácil reconocer su presencia y su forma. De hecho, no dejamos de confundirlo con los fantasmas de nuestra mente y de nuestro corazón, y vestirlo de las fuerzas que quisiéramos tener, de las violencias que habitan nuestra alma, de las acusaciones que nos persiguen, de las justificaciones que necesitamos para vivir tranquilos…

Para nuestro encuentro con Dios no es suficiente que Él nos busque o que nosotros lo anhelemos. Necesitamos un lugar de encuentro donde la búsqueda de Dios y el deseo del hombre coincidan según su forma verdadera. Para las religiones el espacio sagrado de este encuentro fue siempre el templo: “¡Cómo te contemplaba en el santuario!”, dice hoy el salmo 63, aunque el creyente de Israel sabía que también allí podía falsearse la imagen de Dios y del hombre. Como escuchamos hoy en la primera lectura, el creyente necesita ser encontrado por la sabiduría. Solo en ella se da un encuentro verdadero entre Dios y el hombre, un encuentro en el que se unen los sentimientos y los pensamientos, los deseos y las formas de acción, y Dios y el ser humano se abrazan en un baile eterno donde se da un reconocimiento mutuo en el amor. 

Pues bien, esta sabiduría ha tomado carne en Cristo. Él es el templo donde se puede contemplar la Gloria de Dios y la gloria del hombre, donde se disuelven todas las ideas de Dios que hemos creado desde un espíritu distinto al suyo, y donde salen a la luz todas las sombras que tiñen nuestra mirada y no nos dejan reconocernos en nuestra verdad última de hijos de Dios y hermanos de todos. 

Por eso, el cristiano, si quiere serlo en verdad, debe madrugar cada día en busca de esta sabiduría, como dice la primera lectura, que, por otra parte, le espera siempre a la puerta. O, dicho de otra manera, al comienzo de cada actividad debe pedir que Cristo se una a él para que todo lo que piense, sienta y haga produzca ese encuentro de amor que Dios quiere para los hombres, y así la gloria de Dios vaya poniendo todo “a la sombra de sus alas” y podamos “cantar con júbilo en la vida”, como dice el salmo de hoy.

Tarea ardua que requiere tiempos de silencio y meditación ante la sabiduría del evangelio que no es otra que Cristo mismo que llama de continuo a nuestra puerta para que despertemos de nuestros sueños vanos y entremos en la alegría que quiere compartir con nosotros.


Dibujo: Laurent Falco

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