REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO II DE NAVIDAD (Eclo 24, 1-2.8-12; Ef 1, 3-6.15-18; Jn 1, 1-18)


“Anunciamos una sabiduría misteriosa y secreta que ninguno de los que quieren dominar el mundo conoce”. Así hablaba Pablo a los cristianos de Corintio tentados de mezclar demasiado deprisa el evangelio y su vida de prestigio y poder.

En la primera lectura de hoy se nos dice que Dios siembra su sabiduría en Israel, tierra pobre para vivir, codiciada solo como presa para sostener la vida de los imperios de alrededor. Sabiduría de Dios que no es la astucia para sostenerse a sí mismo a costa de lo que sea, para elevarse por encima de los otros, sino la capacidad de sacar vida de la muerte, de vestir de gloria lo que es pobre en sí.

Esta sabiduría de Dios se expresa en la vida de Cristo, en su empobrecimiento para que nosotros nos enriquezcamos, con su capacidad de mirar y alentar lo pequeño hasta hacerlo expresión de su propia gloria. La sabiduría escondida de Dios, incomprensible para nuestros corazones paganos, es la que ha pensado desde siempre que su vida es más grande si nos ensalza que si nos humilla, que es más poderosa si nos da poder que si se impone opresivamente, que es más viva si ama hasta la muerte que si se recoge indiferente en su eternidad. La sabiduría de Dios habita en este niño de Belén que atraviesa las tinieblas de la astucia humana, que solo piensa en sí misma, para hacerse pan de vida para todos.

Pidamos pues con Pablo unos por otros: “Señor danos espíritu de sabiduría para conocerte, ilumina los ojos de nuestro corazón para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llamas, cuál la riqueza de gloria que nos has dado en herencia”.

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