REFLEXIÓN PARA DOMINGO IV DE PASCUA (Hch 3, 4, 8-12; Sal 117; 1Jn 3, 1-2; Jn 10, 11-18)
En el evangelio de este domingo Jesús se presenta como pastor bueno que conoce y cuida a sus ovejas, que las defiende aun a costa de su vida, y que tiene la intención de hacer un solo rebaño con todas, sean “churras o merinas”. La imagen de esta preocupación-cuidado se expresa en el evangelio de Mateo con otras imágenes paralelas. Jesús, por ejemplo, se compara con una gallina que quiere reunir a todos los polluelos bajo sus alas, o con una especie de balneario para enfermos cuando dice: “Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.
Un elemento común de estas comparaciones es que Jesús no pide nada,
sino que solo ofrece. Y esto es especialmente importante en una época en la que
la eficacia se ha convertido en fundamento de valor de las cosas y del amor por
ellas. En la vida espiritual cristiana, lo primero es percibir este don de Dios
que es su preocupación, su acogida amorosa, el ofrecimiento de su vida como
espacio posibilitador de la nuestra.
Dicho de otra manera. No somos valiosos para Dios porque cumplamos
tal o cual mandamiento, porque tengamos talentos o cualidades especiales,
porque hayamos tenido éxito en la vida. Somos valiosos para él porque somos sus ovejas, aunque estemos perdidos;
porque somos sus polluelos, aunque
seamos débiles y un poco cabeza chorlitos; porque estamos heridos y no podemos
hacer nada más que recibir su amor y su cuidado.
Ha habido un tiempo para recuperar la actividad y el compromiso en
la vida cristiana, pero debe haber otro para recuperar la pasividad y la
gratitud ante la obra de Dios. Sin ella el fondo último de la vida cristiana se
pierde y el compromiso termina por ser un mérito fariseo.
Pintura de Daniel Arredondo
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