DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B (Dn12, 1-3; Sal 15, 5-11; Heb 10, 11-14. 18; Mc 13, 24-32)

Con frecuencia en la historia de la Iglesia la predicación se ha quedado a medio camino de la revelación de Dios, y lo que eran imágenes en vía de purificación se han tomado como verdad última de Dios. Esto pasa sobre todo en el tema de la violencia que tan a menudo está unido a la figura del poder y de la omnipotencia de Dios. Esta es la razón por la que en las imágenes apocalípticas la violencia se vincula a Dios.

Sin embargo, las descripciones de violencia de textos como el del evangelio de hoy deben leerse siempre desde el acontecimiento pascual. Es decir, Dios se revela en la figura de Jesús que, crucificado, se encuentra anegado junto con los tragados por una historia llena de envidia y codicia, de injusticia y prepotencia. Ahora bien, en medio de ella Jesús aparece como el verdadero Noé que se sostiene en la fe y en el amor. Resucitándolo Dios ofrece en él un mundo nuevo donde se pueden salvar los tragados por esta historia mortal. Esta es la verdadera omnipotencia de Dios: la capacidad de imponerse a la violencia sin violencia, a la prepotencia por la discreción, al odio por el amor.

El evangelio de hoy no busca asustarnos para que, a través del miedo, nos convirtamos. Este evangelio va preparando la fiesta de Cristo rey donde celebramos que en Jesús la omnipotencia de Dios es real y coincide con su misericordia.

Leído así, el evangelio es una invitación a mantener la esperanza incluso en medio de situaciones que parecen sin salida. Es en esta perspectiva en la que se nos invita a rezar el salmo 15 mientras celebramos en la eucaristía la presencia viva y compañera del Señor. 


Pintura de Job Klinj, Rodeada de pruebas.

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