DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Eclo 3,17-20.28-29; Sal 67,4-11; Hb 12,18-19.22-24a; Lc 14,1.7-14)

El evangelio de hoy nos enfrenta a uno de los temas más contraculturales del cristianismo: la humildad. Sabemos, y lo sabemos por experiencia, hasta qué punto el ser humano necesita el reconocimiento de los demás, pero habitualmente esta necesidad se nos va de las manos y se convierte en una especie de deseo que parasita todas nuestras relaciones y actividades, y nos lleva a buscar los primeros puestos, los que las miradas de los que nos rodean sentimos (a veces falsamente) que valoran. Así todo se convierte en una competición de yoes.

Este impulso deformado tiende a esconderse incluso en formas espirituales, como reflejan en esos chistes. El del que afirmaba: “Yo otra cosa no seré, pero humilde, el más humilde del mundo”; o el del cura que predicando dijo: “Todos somos pecadores, y yo el primero… y una viejecita se levantó y le respondió: Señor cura, ¿también en el pecado tiene que ser usted el primero?”.

La humildad surge cuando uno deja de necesitar el reconocimiento continuo y por tanto deja de buscarlo, pero eso solo nace al saberse valorado de antemano en su propio ser. La humildad no es una cualidad o una virtud que se consigue, ¿para qué la querríamos? La humildad es, para el cristiano, la serenidad que nace en nuestro corazón cuando nos sabemos arraigados en el mismo corazón de Dios y conocemos allí su amor como un amor continuo y fiel. Por eso es un regalo, un don que nos llega de Dios.

Lo que a nosotros se nos pide es la confianza en que somos valiosos para Dios (lo cual no es siempre fácil después de algunas experiencias de nuestra vida) y el esfuerzo para activar aquello que podemos y sabemos hacer en el mundo. Se nos pide igualmente vivir en la discreción, es decir, estar más pendientes de lo que hacemos (hacer el bien, y hacerlo bien en todas las facetas de la vida) que de lo que se refleja al hacerlo, sabiendo que Dios lo hará fructificar.

Es a esto a lo que creo que se refiere Jesús cuando afirma:vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer»”. Porque ¡qué mundo de envidias, luchas y soledades aparecería allí donde todos quisiéramos sentirnos señores reconocidos!


Pintura de Valeria Viscardi, Orquideas en bambú.

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