DOMINGO V DE CUARESMA. CICLO A (Ez 37, 12-14; Sal 129, 1-8; Rom 8, 8-11; Jn 11, 3-7.17.20-27.33-45)

En la vida de todos hay zonas muertas, sombrías; zonas que continuamente bordeamos y que se han convertido en espacios robados a nuestra existencia. Agujeros negros que si nos acercamos parecen tragarlo todo. Por eso, habitualmente los cubrimos con una lápida que los esconde y nos esconde de ellos. No está mal hacerlo mientras no sepamos manejarlos, pues nos pueden destruir, pero alguna vez, el Señor de formas imprevistas nos invita a adentrarnos allí de su mano, con toda la fe que podamos reunir.

Y a nosotros, que quisiéramos que él hubiera llegado antes y no hubiera dejado que esa muerte que llevamos dentro se hubiera producido, no nos da ninguna explicación, solo nos dice: “¿Tú crees?, pues vamos”.

Lo hace con la promesa de que la vida futura abarcará ese espacio sanándolo. Que el futuro que Dios nos trae será más grande que cualquier desierto de muerte que nos habite. Y que, si creemos, su gloria se manifestará.

Todo para que se manifieste su gloria, dice san Juan: la curación del ciego del domingo pasado, la muerte que en este se nos presenta, y luego la agonía que debe atravesar Jesús en su pasión. ¡Qué extraña gloria la que tiene que pasar por la agonía de la fe y el amor, cuando estamos acostumbrados a hablar de glorias vestidas solo de risas y bienestar!

Hoy, a las puertas de la semana de pasión y resurrección, somos invitados a medir nuestra fe con la promesa de Dios. Esa que pronunció ya Ezequiel: “Yo abriré vuestros sepulcros y os sacaré de ellos. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis”.


Pintura de Jarek Kubicki. 

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