DOMINGO II DE PASCUA. CICLO A (Hch 2, 42-47; Sal 117, 2-4.13-15.22-24; 1Pe 1, 3-9; Jn 20, 19-31)

El prólogo del evangelio de Juan sitúa al lector en un marco claustrofóbico: la Palabra de vida de Dios viene a los suyos que están encerrados en las tinieblas. Ahora, al final del evangelio esas tinieblas han mostrado su rostro: el odio a la luz que se ha concretado en el asesinato de Jesús y el miedo consecuente de los que, a pesar de anhelar la luz, no tienen fuerza para sostenerla en medio de las tinieblas. Ahí están los discípulos, encerrados cuando viene Jesús resucitado a ellos, a los suyos, de nuevo; y ahí estamos nosotros, atrapados entre el pecado del mundo y el miedo a una vida nueva.

A pesar de todo y sobreabundando sobre el miedo por la vitalidad que Cristo resucitado comparte, alcanzan a recibir de él una paz que no es tranquilidad, sino la confianza en el riesgo del amor. Ya lo había anunciado el prólogo al principio: “a los que le recibieron les dio el poder de ser hijos de Dios”, de ese Dios del que nada puede separar a sus hijos (ni la muerte ni el odio) porque están habitados de su misma vida.

Y, como dice el texto, no queda más que alegrarse y disponerse a “venir a los nuestros” a sembrar la luz con su mismo
Espíritu: “Como el Padre me ha enviado así también os envío yo”. Es así como la resurrección de Jesús se convierte en algo importante para el mundo, que sigue enredado en ese chapapote de tinieblas que parece que nunca termina de despegarse de la vida.

Y es que, creámoslo o no, nosotros formamos parte de la resurrección de Jesús para el mundo, para eso nos ha ofrecido su paz.


Pintura de Mike Moyers, Yo soy la resurrección.

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