DOMINGO IV DE PASCUA. CICLO A (Hch 2, 14a.36-41; Sal 22, 1-5; 1Pe 2, 20-25; Jn 10, 1-10)

“Las ovejas atienden su voz”, dice el evangelio refiriéndose a la voz del pastor verdadero, de Cristo. Pero parece, más bien, que nuestro corazón tiene querencia a dejarse engañar por pastores falsos, de los que se afirma que no seguiríamos porque no conocemos la voz de los extraños. ¿Es así? ¿No ha sucedido, desgraciadamente, que la voz de los extraños se nos ha hecho muy familiar? ¿No es verdad que la voz de los extraños se sobrepone y se mezcla demasiadas veces con la voz de Cristo en la Iglesia y en nuestro corazón? “A un extraño no lo seguirían”, se nos dice. ¿Qué ha pasado entonces para que sigamos formas y maneras que no son las de Cristo? ¿Habremos perdido algo de la sensibilidad que el Señor puso con afecto y paciencia en nosotros? ¿O, más bien, no la hemos terminado de adquirir, porque no queremos confiar en él como el verdadero pastor de la vida?

Lo que nos salva es adquirir esta sensibilidad para reconocerlo y seguirlo, para percibir hasta qué punto toda otra forma de vida que no sea la suya es un engaño, quizá seductor y complaciente por momentos, pero que nos deja vacíos a la larga. “Yo soy la puerta -se nos dice-. Quien entre por mí se salvará”.

La pregunta central, sin embargo, no se refiere a las ideas, sino a la voluntad: ¿Qué hacer para adquirir esta sensibilidad hacia la vida verdadera? Desde luego parece que el dejarse llevar por las formas y maneras de nuestra sociedad echando una pizca de sal religiosa por encima no es suficiente.

Atender meditativamente la voz del evangelio; mirar de frente, desnudos y con fe, la presencia del Señor guiándonos con fidelidad y compasión, caminar juntos… Quizá sea este el camino a las praderas de hierba verde donde el Señor quiere darnos vida y paz, recordando que el ladrón no entra sino para robar y dándonos cuenta de que, ingenuos de nosotros, estamos siendo expoliados sin darnos cuenta.


Pintura de autor desconocido. 

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