DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. CICLO A (Ex 34,4b-6.8-9; Dn 3,52-56; 2Cor 13,11-13; Jn 3,16-18)

“Bendito eres en el templo de tu santa gloria. Bendito eres sobre el trono de tu reino”, decimos hoy en el Salmo. Y, al hacerlo, parecería que la santidad de Dios estuviera recluida en un espacio vetado a los hombres a los que no les queda más que mirar al cielo y suplicar las migajas de una benevolencia escondida y no muy cierta, como la de un rico cuya vida está encerrada en su lujosa mansión.

Y, sin embargo, si afirmamos que es bendito es porque sabemos que es pura bendición. Y lo sabemos porque en la historia de su revelación ha acompañado a los seres humanos en su camino hacia espacios y relaciones de vida, abriendo siempre caminos de esperanza, incluso en los callejones sin salida. “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”, hemos aprendido a cantar mirando al que nos abraza con su misericordia; al que nos alienta en los abismos que él mismo sufre para acompañarnos; al que abre las puertas de la vida de Dios para nosotros; al que se para, como con la samaritana, a beber de nuestra humanidad y darnos a beber de vida eterna.

Si afirmamos que es bendito es porque su Espíritu crea en nosotros las formas de la vida que buscamos: las de la generosidad sin límites, las de la vida compartida, las del aliento renovador, las de la gratitud filial, las de la esperanza sin fin.

Y así, sin darnos cuenta, vivimos abrazados por su misterio trinitario, que no requiere demasiadas explicaciones porque quien se deja acompañar por Él lo vive como gloria propia.  


Pintura de Jessica Founeau, Gold Cross.



 

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