DOMINGO DE RAMOS (Mc 11, 1-10; Is 50, 4-7; Sal 21, 8-9.17-18a.19-20.23-24; Fil 2, 6-11; Mc 15, 1-39)

Hoy, la liturgia comienza con una procesión que nos invita a unirnos a Cristo en su entrada en Jerusalén. Él, como David, va a conquistar Jerusalén que, sin saberlo, está presa como el mundo del pecado de los hombres.

Jesús lo dirige todo, da “órdenes precisas”, dice Marcos, para organizar la conquista, esta vez no como el David guerrero, fuerte y poderoso, sino como rey pacífico, humilde, montado en un borrico. Esta es la única forma en que las murallas del pecado se derrumban y aparece la verdadera Jerusalén, la ciudad de la paz, reflejo de la nueva creación.

Jesús entra en el espacio donde el poder ensimismado del hombre utiliza hasta lo más sagrado para afirmarse. Y allí va a desplegar su vida humilde y generosa, su oferta definitiva de vida para todos.

Todo lo organiza para que suban con él sin dejar atrás las formas y maneras de su vida mesiánica. Pero cuando gritan “hosanna” a su alrededor, aún no saben, aún no han purificado del todo su fe y piensan demasiado en el David antiguo, lleno de fuerza violenta, no comprenden que la violencia y la exclusión no se vencen con violencia y exclusión. Y tendrán que crucificar esta fe torpe con la que llegan para que resucite una fe renovada que se encuentre con el Mesías verdadero, el rey humilde de la paz eterna.

Y este camino es el que iniciamos con las palmas al celebrar una pascua que no es solo la de Cristo, sino también la de nuestra fe. Y si no lo hacemos nos quedaremos solo en la procesión de entrada reproducida en muchas procesiones que no llegan a su destino.


Pintura de Peter Koenig, Entrada en Jerusalén.

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