FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (CICLO C) Is 42,1-4. 6-7; Sal 28,1-10; Hch 10,34-38; Lc 3,15-16.21-22)
No basta el bautismo de agua para entrar en el Reino de Dios. En el evangelio de hoy Juan Bautista lo reconoce. No bastan sus gestos, no bastan nuestros gestos. Estos deben llenarse de la misma vida de Dios: Espíritu santo y fuego, dice.
A veces buscamos a hombres o mujeres que atraigan sobre nosotros la vida, el consuelo, la bendición, y alguna vez sentimos la presencia de alguno de ellos como gracia. Esto sucedió con Juan, sin embargo, él es consciente de que no puede darlo todo, por más que la gente le busque a él. Solo el que trae la vida de Dios puede salvarnos.
Y esto es lo que sucede. El Hijo de
Dios entra en las aguas donde el mundo nace y perece, en las aguas fecundas de
la vida y en las aguas tormentosas que la anegan. Él entra hasta el fondo de la
vida para consagrarla con su Espíritu, con su Espíritu filial y fraterno. Y
allí nos encuentra a todos los que caminamos buscando fuerza de vida y espacios
de misericordia y horizontes de esperanza.
Viene y se entrega hasta agotarse,
hasta la muerte, para que abramos los ojos y el corazón y pueda anidar allí el
Espíritu de Dios. Y cuando su vida parece perderse sale de las aguas, amanece
como una zarza ardiente que no se consume. Y este es el fuego que nos salva,
aunque cuando prende en nuestra vida parece excesivo, incluso destructivo en
sus exigencias. Y, sin embargo, son las exigencias de la vida del amor, aquellas
que nos llevan a participara de la eternidad de Dios.
Por eso, necesitamos bautizarnos de
continuo, venir a las aguas consagradas por Cristo, que nos son otras que las
de su evangelio que la Iglesia celebra y ofrece pese a su pequeñez y torpeza.
Es así como vamos renaciendo de continuo hacia la vida eterna.
Pintura de Jerzy Nowosielski, Bautismo de Cristo en el Jordán.
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