DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Jer 17, 5-8; Sal 1, 1-6; 1Cor 15, 12.16-20; Lc 6, 17.20-26)
Una de las formas de meditar el evangelio es seguir la mirada de Jesús en él. Mirada atenta, compasiva, indignada… que manifiesta los afectos de su sensibilidad y descubre lo escondido de nuestros corazones. Una mirada que, sin saberlo, esperamos desde siempre para poder recogernos, descansar, renovarnos; una mirada que nos identifique como amados y, por eso, perdonados; una mirada donde siempre encontremos el futuro abierto; una mirada en la que comprender la verdad de nuestra vida y encontrar aliento para seguirla. Pero, a la vez, una mirada que nos incomoda por que se abre paso a través de nuestras mentiras y deja al descubierto nuestros intereses y complicidades ocultas, nuestros miedos y justificaciones paralizantes, nuestros pecados y vergüenzas innombrables.
No es suficiente para el discípulo de Jesús sacar del evangelio ideas para vivir, es necesario cruzar la mirada con él. Porque las ideas las podemos manipular, pero su mirada penetrante busca nuestro interior para amarlo y sanarlo, y no hay quien pueda detenerla si no es esquivándola.
Hoy, como en otras ocasiones, Jesús levanta la mirada hacia los discípulos y pronuncia las bienaventuranzas y los ayes que trae consigo. Lo hace para que sepamos cuál es la medida de su corazón y la del nuestro; para que comprendamos que los criterios del mundo no son los suyos; para que comprendamos que, aunque Dios haya creado el mundo para nuestra alegría existe un gozo perverso y engañoso, y que, aunque Dios rechace el dolor con que nos marca el mundo, lo acoge como su casa para acompañarnos hacia un futuro de vida plena.
Hoy, como tantas veces, el Señor nos busca con su mirada.
Pintura de ARCABAS.
Comentarios
Publicar un comentario