DOMINGO II DEL TIEMPO DE CUARESMA. CICLO C (Gen 15, 5-12.17-18; Sal 26, 1-14; Filp 3,17-4,1; Lc 9, 28b-36)
No es nada extraño que los que seguimos a Jesús sintamos que su presencia es difusa, incluso cuando es natural para nuestra fe. No es extraño que, por momentos, se nos haga pequeña como presencia salvadora frente a la densidad vulgar de la vida y el peso muerto en el que a veces esta se convierte. No es extraño que su palabra se nos haga difícil de aceptar cuando nos propone atravesar el campo minado de mal que es el mundo casi a pan y agua, es decir, a fe y amor. No es extraño, entonces, que le sigamos un poco de lejos, como espectadores que no quieren participar del todo en la función hasta no ver cómo termina y si termina bien.
Y, sin embargo, tampoco es nada extraño que hayamos sentido alguna vez
que su presencia se nos daba con una densidad especial, que se imponía a
nosotros como más real y buena que cualquier otra cosa. Tal vez fue hace mucho
tiempo o tal vez hace poco, quizá cuando el corazón se nos llenó de alegría
porque éramos conscientes de recibir una bendición de su mano o cuando el
corazón, lleno de tristeza, encontró en él un regazo comprensivo para llorar
con esperanza; quizá fue en un momento especial de oración o en un golpe fugaz
de conciencia que imprimió en nuestro corazón alegría, fortaleza, confianza o
valentía. El caso es que nos tomó consigo y nos llevó a la alto de la montaña
para hablarnos al corazón y hacernos saber que él era el siempre presente, el
siempre fiel, el siempre misericordioso, el siempre vivo, el siempre amigo, el
siempre con nosotros.
Después volvimos a la vida cotidiana de misas no siempre vivas, a un trabajo no siempre grato o bien remunerado, a nuestras relaciones torpes, al imperio de intereses oscuros del mundo, a la vulgaridad de nuestra vida. En cualquier caso, cuando nos hizo probar su presencia en aquel Tabor nunca quiso sacarnos del mundo, sino hacernos saber que al seguirle estábamos en el camino correcto, que su presencia viva nunca se apagaría y que nos había elegido para que, llenos de su vida, fuéramos haciendo que su espíritu se expandiera en medio de este mundo gris hasta que él mismo pudiera llenarlo de su luminosidad viva y vitalizante. Y en esta tensión andamos, si es que no hemos cedido a la tentación de vivir una doble vida: la de nuestra piedad ensimismada por un lado y la de la cotidianidad mediocre y olvidadiza de su presencia por otro.
Hay que bajar de la montaña vestidos de su luz y vida para repartir esta luz y esta vida en nuestro caminar.
Pintura de Ventzislav Piriankov, Cristo.
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