DOMINGO III DEL TIEMPO DE PASCUA. CICLO C (Hch 5, 27b-32.40b-41; Sal 29, 2-13b; Apoc 5, 11-14; Jn 21, 1-19)

“Después de esto, Jesús se apareció otra vez…”. El capítulo 21, del que hoy leemos el comienzo, se unió a un evangelio ya escrito como testimonio de la presencia viva de Jesús en las generaciones cristianas que no le habían conocido. Podría haber dicho: “Después de esto que sucedió antaño y que os he contado, Jesús sigue con nosotros y la historia de cada uno y de cada comunidad es una historia de reencuentro con él. ¿Creéis que, en el mundo, en ese mar al que tantas veces le cuesta soltar su riqueza y en el que el evangelio se muestra no pocas como sin futuro, mi palabra sigue siendo una palabra de vida?”.

El relato de hoy no cuenta simplemente un hecho pasado, sino que se añade al evangelio como signo de todo encuentro futuro con Jesús. Para que este se dé, es necesario leer, releer de continuo su historia, meditarla con un corazón atento y una mente abierta, con la mirada recogida en Dios y las fuerzas entregadas a la vida y a las llamadas del trabajo de cada día. Así sucede en el evangelio y así puede sucedernos a nosotros.

Leer, releer el evangelio, una y otra vez, en una y en otra situación, porque en ellas Jesús siempre tiene preparado un espacio acogedor donde saciar nuestra sed de una compañía que difumine la soledad, de una vitalidad que venza el cansancio, de un futuro que sobrepase la desesperación, ofreciendo pequeñas señales a nuestros pasos.

Así pues, este capítulo está escrito para que confiemos en que no estamos solos, en que la resurrección de Jesús es su presencia viva y eterna junto a nosotros para hacer de nuestra vida, si lo acogemos, una vida fecunda. Se nos ofrece para que sepamos que esta situación es la nuestra y que, de una manera u otra, es la historia de cada uno y de las comunidades de fe expandidas por el mundo. Solo hay que aceptar, mientras leemos y releemos el evangelio, a solas y juntos, que las palabras y los gestos que allí nos ofrece Jesús son la forma verdadera de arrojar nuestra vida al mundo, como hicieron los discípulos con las redes.


Pintura de Yelena Cherkasova. 

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