DOMINGO VII DEL TIEMPO DE PASCUA. CICLO C FIESTA DE LA ASCENSIÓN (Hch 15, 1-2. 22-29; Sal 66, 2-8; Apoc 21, 10-14.22-23; Jn 14, 23-29)

¿Es verdad que Dios está en el cielo? NO. ¿Es verdad que Cristo subió a los cielos? NO. ¿Es verdad que ascendió entre las nubes? NO. (Perdón por empezar tan brusco). Si queremos creer en Dios de forma adulta hemos de dejar de pensar en forma mitológica, en esa forma que rechazamos cuando hablamos de los dioses griegos que viven en el Olimpo, que suben y bajan dejando a los pobres humanos abobados y acobardados ante su poder.

Pero, entonces, ¿es mentira la ascensión del Señor, es falso lo que celebramos? NO, pero hemos de aprender que los misterios más profundos de la fe, y el central es el misterio de Dios, no caben en las palabras, y que cuando las utilizamos hemos de mirar hacia dónde apuntan y no a la forma en que lo presentan.

Dios no está aquí o allá, Dios “es” en todos los lugares, porque todo está en él, como afirmaba Pablo (“En Él vivimos, nos movemos y existimos”, Hch 17,28). Pero si Él, con toda la densidad de su vida, eterna y amorosa, está abrazándolo todo, nosotros caminamos aún en un espacio limitado, imperfecto, incompleto, y también deformado por nuestra torpeza y nuestro pecado, donde su abrazo está queriendo hacerse eficaz.

La vida de Jesús, encarnación del Hijo de Dios, nos enseñó que la presencia de este Dios busca abrazar todo para sanarlo y plenificarlo. Y lo hizo no solo sentándose a la mesa de la vida de los hombres, con todas sus alegrías y tristezas, sino acogiendo en sí “la muerte y una muerte de cruz” (Fil 2,8). Pero, a los discípulos se les manifestó, más allá de esta experiencia que parecía negar la omnipotencia del amor de Dios, que este Dios que lo había abrazado todo en Jesús ahora transfiguraba su cuerpo, lo sanaba y plenificaba haciéndolo ya para siempre parte de sí. Dios se manifestaba entonces no solo como creador, compañero y horizonte, sino como presencia vivificante que “no abandona la obra de sus manos” hasta llevarla a participar plenamente de su amor. Y esto venciendo el poder del pecado y de la muerte.

Cuando celebramos la ascensión de Jesús, una forma distinta de hablar de su resurrección, lo hacemos para afirmar que la vida de Jesús, y con ella toda la creación a la que se ha unido, resplandece llevada a una altura de ser inaudita, a la altura del ser de Dios mismo que se manifiesta entonces no solo como compañero, sino compartiendo su mismo ser.

Pero, como pasa con todas las cosas profundas de la vida, apenas se puede explicar su hondura y, por eso, las narramos por medio de imágenes, narraciones y símbolos: la altura, el cielo, las nubes. Y esto es lo que escuchamos en las lecturas de hoy, la historia de la creación que, en Jesucristo, su primogénito, llega a su plenitud y, de esta manera, abre las puertas de la vida de Dios para todos. Esta es nuestra esperanza, ¿cómo no celebrarlo?


Pintura de Makoto Fujimura, Gold explosion

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