DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Sab 9,13-19; Sal 89, 3-6.12-13.14.17; Flm 9b-10.12-17; Lc 14,25-33)
La cercanía de Dios, su presencia entre nosotros como discreto compañero de camino, su humilde aceptación de nuestra libertad e incluso de nuestro rechazo, creo que ha terminado por confundirnos. La razón es que nos hemos quedado con su cercanía y hemos olvidado su divinidad. Porque, aunque le hablemos con las mismas palabras que utilizamos para dialogar entre nosotros, no estamos al mismo nivel. Él es Dios, el misterio inefable que nos ha creado y que existe sin la estrechez del tiempo y del espacio, el horizonte infinito donde nuestra vida puede abrirse a una plenitud que no nos podemos dar a nosotros mismos, el amor sin medida que nos sostiene sin tener la obligación o la necesidad de hacerlo.
Digo esto recordando a una madre que, comentando el evangelio de hoy, me dijo un día que entre Dios y su hijo, elegía a su hijo, y punto. Sin darse cuenta tomaba a Dios como a una persona más de su vida que competía con sus demás amores, y no como el origen de su fecundidad materna, el creador de la vida de su hijo y de la suya, el futuro prometido a los dos pasara lo que pasara. No es de extrañar que dijera esto cuando la imagen que tenía de Dios era la de un ser como nosotros, pero con más poder, que pretende someternos.
Sin
embargo, cuando Dios, en Jesús, nos invita a supeditarlo todo a él, nos está
diciendo que no divinicemos ninguna realidad ni a ninguna persona de nuestro
mundo, pues esto nos hace finalmente daño a todos. Que sólo Dios es la Vida, la
Verdad, la Belleza, el Amor inabarcable del que todo lo que conocemos es solo
un pálido reflejo.
Si
comprendiéramos esto, no sentiríamos la palabra del Señor como un peso muerto que
nos aparta de la vida que traemos entre manos, ni de los nuestros, sino como la
sabiduría que pone todo en su sitio, que pone a todos, en especial a los
cercanos, como objetos de amor hasta la cruz sin dejar que nos dominen a través
de una seducción idolátrica. Y, sobre todo, nuestra oración no sucedería, ni en
los peores momentos, sin la confianza en que su misma presencia es siempre una
promesa fiel que nos protege, pase lo que pase, ofreciéndonos un lugar en sí
mismo.   
  

 
 
 
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