DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Am 6,1a.4-7; Sal 145,7-10; 1Tim 6,11-16; Lc 16,19-31)
¡Qué diferente es el evangelio según el lugar desde dónde se le escuche! No dice lo mismo a todos los oídos, no tiene un mensaje único y homogéneo sin diferenciar la posición de vida que tenemos. Las mismas palabras de Jesús, sus mismos gestos, pueden producir alegría o tristeza, aliento o miedo, atracción o repulsión. Lo vemos, lo escuchamos, lo sentimos no solo por lo que dice, sino por la situación en que se encuentra nuestra vida. Y es necesario ser honestos y no simular que estamos en otro sitio para que el evangelio nos resulte asimilable.
Este significado plural de la palabra de Jesús se percibe claramente en el evangelio de hoy. Si pertenecemos a esa parte de la población que vive holgadamente y tiene lo suficiente no solo para vivir, sino para salir de fiesta, darse caprichos, cambiar de ropa cuando la anterior está aún nueva, dejar estropear comida en la nevera por no comer sobras… y tenemos buena conciencia porque una mínima parte, que apenas nos supone nada la ofrecemos a los pobres como “migajas que caen de nuestra mesa”, somos de los que el evangelio condena, no para que terminen condenados, sino para que reaccionemos y vengamos a la fraternidad.
Pero si alguno pertenece a los que llegan con
dificultades a fin de mes, los que no tienen vacaciones, los que viven en
apartamentos o habitaciones estrechas y amontonados, los que tienen que humillarse
para conseguir lo que necesitan ellos o sus familias para vivir justos, los que
están olvidados en la calle, los que ya han quedado fuera de las posibilidades sociales
de la vida que llamamos digna… y que en muchos casos están lejos de donde predicamos
el evangelio, esos recibirán, parece decirnos Jesús, el abrazo final del Padre,
ese que aquellos que vivimos con tranquilidad en nuestros bienes y nuestro
lugar eclesial damos por supuesto.
Yo creo que hoy el evangelio nos pregunta, como tantas
veces hizo el apenas desaparecido papa Francisco, si pertenecemos a la cultura
de la indiferencia o si vamos caminando, aunque sea poco a poco y rezongando, hacia
la cultura de la fraternidad de los hijos de Dios.
La fotocomposición del artista Jv Abreu
expresa bien como Lázaro no es solo una persona que ha caído en desgracia por
su culpa o por culpa de los otros, sino que Lázaro es también el que nace a las
puertas de un mundo que Dios pensó también para él y al que no
puede acceder para desarrollar su humanidad. Un mundo del que le separa un muro desde el
nacimiento, un muro que es imposible de saltar para la mayoría de los que están a ese lado, un muro que no quieren
ver y al que no se asoman los del otro lado. Dios sigue viendo y escuchando: "He visto el dolor de mi pueblo" y sigue llamando para formar un pueblo que camine unido hacia la tierra prometida, esa tierra que no tiene muros ni pobreza.
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