DOMINGO XXXI. CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS. CICLO C (2Mc 7,1-2.9-14; Sal 16,.5-6-8-15; 2Tes 2,16-3, 5; Lc 20,27-38)
De pequeños somos traídos y llevados, somos acogidos, alimentados, vestidos, sostenidos… y todo pasa con una naturalidad que nadie pone en tela de juicio que esto es lo normal. Pero un día queremos ser nosotros mismos por nosotros mismos y ese mismo día empiezan los problemas. Necesitamos tener una identidad no solo recibida, sino también hecha por nuestra propias cualidades y valores; necesitamos saber que somos valiosos por nosotros mismos y, por eso, nos separamos a los demás y les decimos que nosotros no somos ellos y que podemos pensar y decidir y hacer sin depender de ellos. Y, siendo esto necesario, olvidamos (y este es el problema), que podemos y debemos serlo con ellos, desde ellos y para ellos.
Es aquí donde la muerte se hace fuerte, donde nos sale al encuentro porque nos visita en cada una de las cosas que no dominamos, que necesitamos que sean y que no podemos hacer que lo sean. Y solo nos queda decidirnos a confiar y volver a dejarnos vestir por el afecto y el servicio de los otros que pueden darnos algo de lo que necesitamos sin robarnos, si lo hacen con amor, nuestra identidad.
Y es
aquí donde la muerte finalmente viene a preguntarnos si creemos que Dios, que
nos ha llamado a la vida y nos ha dejado que vivamos creyéndonos dueños de
ella, será el que nos vista y nos alimente y nos acoja en una casa donde
podamos ser nosotros mismos sin tener que andar forcejeando con los demás y con
él para ser nosotros mismos.
Esta
es la pregunta que nos hace el mismo Jesús en el evangelio de hoy: «Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que
está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Hoy
pedimos a Dios por nuestros difuntos y por nosotros que seremos difuntos. Por ellos
para que hayan sido vestidos de la vida del amor y por nosotros para que nos
dejemos vestir de este mismo amor mientras vamos de camino.
En
las pinturas de Kris Gebhardt, como esta que hemos escogido hoy, las figuras y los rostros humanos, aparecen en
una especie de descomposición grisácea, en la que sus facciones tienden a desaparecer
y con ellas la identidad de los sujetos que son representados en ellas. De esta
manera el autor parece pintar esa dimensión mortal que todos llevamos con
nosotros mismos y que habita incluso la imagen más solemne y exuberante que
damos de nosotros mismos. Es entonces cuando se nos anuncia que el único
vestido que guarda nuestro ser es la gloria que siempre ha querido darnos Dios,
su misma vida de amor. Esta es la Jerusalén que el Apocalipsis anuncia que nos
vestirá de fiesta; la ciudad y la vida que siempre esperamos.

Comentarios
Publicar un comentario