DOMINGO XXXIII. DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN. CICLO C (Ez 47,1-2.8-9.12; Sal 45; 1Cor 3,9-11.16-17; Jn 2,13-22)
No deja de ser paradójico que cuando celebramos la dedicación de la Basílica de Letrán en Roma, donde tiene su sede episcopal el papa y por eso signo de toda iglesia, se nos invite a escuchar el evangelio de la destrucción simbólica del tempo por parte de Jesús. Como al templo de Jerusalén los israelitas, los cristianos subimos a nuestras iglesias para encontrar, como dice Ezequiel, el agua que procede de Dios, y que es su propia vida porque sabemos que es ella la que nos hace fecundos.
Pero, desgraciadamente, muchos ya no ven nuestras iglesias como manantiales donde descansar y retomar su vida, donde encontrar lo que puede hacerla fecunda. Y, si es verdad que una de las razones es la seducción que suponen los espejismos de vida que ofrece nuestra sociedad, hoy la entrada de Jesús en el templo puede hacernos reflexionar sobre si otra de las razones es que hemos contaminado con nuestras propias miserias el agua viva que debe brotar en la Iglesia y que es Cristo mismo.
El
grave pecado de clericalismo que está siempre de vuelta, con unas u otras
formas; el ritualismo con el que creemos tocar a Dios produciendo cielos
artificiales olvidándonos que Cristo es vida que quiere vida concreta; la reducción
de la verdad de Dios a la de mi facción eclesial estrechando el rostro abierto
y plural de Cristo; los personalismos y exhibicionismos que oscurecen la
comunión que nace de vivir justos y corresponsablemente; el afán por el dinero y
la buena vida de laicos y clérigos; los abusos; la vulgaridad de esas predicaciones
que trata a los oyentes como menores de edad o niños simplones; la falta de
oración y espacios para dejar de dar vueltas sobre nosotros mismos y fijar la
mirada en Dios como centro salvador del mundo. En fin, tantas cosas de las que
seguramente nadie estamos exentos.
Quizá
la vida de la Iglesia (nosotros mismos como Iglesia) deba ser siempre un templo
destruido y reconstruido por Cristo para que, en ella, nosotros y los que
lleguen puedan saciar la sed que habita su corazón. Pero para esto hay que
aceptar los golpes del Señor y no es claro que queramos hacerlo.
Me gusta esta imagen
de agua brotando del caño de una fuente que podría encontrarse en cualquier
pueblo. El agua viene clara e invita a pararse, a refrescarse, a saciar la sed,
a descansar. Y ello, aunque ni la pared que sostiene el caño, ni este, ni la
pila que recoge el agua sean perfectos o estén limpios. Así me imagino la
Iglesia, quizá torpe y con pecado, pero humilde y acogedora. Como le gustaba
decir al papa Francisco: “Pecadores sí, corruptos no”, porque el pecado
reconocido y afrontado no contamina la vida de Dios que transmite, pero la mentira
y la corrupción sí, aunque no se vea.

A mi también me gusta esa imagen del agua limpia y pura que sale del caño y vierte en la pila no tan limpia y pura. Viva imagen de la iglesia.
ResponderEliminarA mi también me gusta esa imagen del agua limpia y pura que sale del caño y vierte en la pila no tan limpia y pura. Viva imagen de la iglesia.
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