
Es
curiosa la mala fama que tiene Egipto en la Escritura, como si los momentos de
tiranía y opresión lo ocuparan todo. Sin embargo, es la tierra que acoge a las
tribus de Israel cuando están pasando hambre convirtiéndose para ellas en una
especie de tierra prometida. A la vez, en el evangelio de hoy, aparece como una
tierra de protección de Jesús y su familia contra la persecución de un tirano,
un lugar de hospitalidad para los refugiados que huyen del poder violento. Esto
quizá quiera decir que, incluso cuando nos mostramos miserables, no perdemos la
posibilidad de volver a lo que realmente somos, tierra de vida unos para otros.
Es
esto lo que se manifiesta habitualmente en la familia, que está llamada a ser
tierra donde crecer acogidos, protegidos, alentados. Incluso si casi nunca es
así del todo, esta es su misión y esto es lo que esperamos de ella, por eso nos
enfadamos tanto cuando no se cumple en nuestra vida.
Pues
bien, en el evangelio de hoy Egipto y José representan esta dimensión de lo
humano que es la hospitalidad, una forma de ser que nos hace alcanzar nuestra
mejor versión y a la que el texto de la carta a los Colosenses que leemos hoy
nos invita: “Revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos”. Es así como nos hacemos
familia de Dios y Dios se revela entre nosotros como verdadero padre de vida,
como manifestará Jesús cuando vuelva de Egipto, de ser protegido, cuidado,
alentado…
En
lo pequeño y en lo grande, en la familia inmediata y en la familia humana (en
la que todos participamos de iguales alegrías y esperanzas, iguales miedos y
dolores, más allá de las fronteras y las razas, éxitos y fracasos) somos
responsables de cuidar a Cristo que se nos presenta en la vida del que nos
necesita, e igualmente somos llamados a agradecer los espacios que nos dan vida,
espacios que reflejan al mismo Cristo que nos abraza para cuidarnos y
alentarnos.
Me
gusta mucho esta imagen de la Sagrada Familia pintada por Kelly Latimore,
aunque he de decir que me incomoda no menos. Me gusta porque la hace real, la
saca del amaneramiento de las representaciones habituales donde el niño está
desnudo y no tiene frio, donde el peso de parir en un establo o en una cueva no
deja señales de cansancio, de sufrimiento, donde José vive sin inquietud ni
incertidumbre, donde los pastores son pastorcitos en vez de hombres rudos. Me
incomoda porque me hace mirar el nacimiento de Jesús a las afueras de la vida
burguesa con la que habitualmente lo celebro y a preguntarme si todos los
villancicos que dicen que vamos a Belén no son mentiras encubiertas. Hoy, esta
sagrada familia de refugiados nos recuerda que la Sagrada Familia sigue sin
encontrar posada cuando la necesita.
Nunca he entendido un niño limpio y maravilloso, sin marca de dolor. Un niño desnudo, y La Virgen y San José, bién vestidos y un manto con que taparse . Unos padres se desnudan antes de que su hijo esté desnudo.
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