Fiesta de Santa María, Madre de Dios. Ciclo A. (Nm 6,22-27; Sal 66,2-3.5.6.8; Gal 4,4-7; Lc 2,16-21)
Es curioso cómo en el evangelio de hoy son los pastores los que parecen mostrar a todos los que se encuentran alrededor del recién nacido lo que ha sucedido. ¿Es que es tan oscuro lo que está pasando? Los pastores, dice el texto, “contaron lo que se les había dicho de aquel niño y todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores”. Pero ¿es que no tienen delante el hecho mismo del que se habla? Incluso María parece necesitar meditar la situación y cada detalle para terminar de comprender.
Y es que nunca Dios es tan claro como para fijarlo en una posición del mundo de manera indiscutible. Ni siquiera en el mismo Jesús. Siempre está la ambigüedad que requiere de la palabra amiga de quien se ha dejado movilizar por la mezcla del anuncio y el anhelo de su corazón. Siempre exige ir de la mano de otro y abrir el corazón para mirar el interior del hecho mismo, a su profundidad, a su sentido, a su promesa, a su invitación. Ha sido así como todos los cristianos, unos de la mano de otros, hemos ido comprendiendo, sin bastarnos nuestro Belén particular.
Y
es así como ahora María, la Madre discreta de este Dios humilde, escondido,
carnal, nos enseña a meditar. Necesitamos ir más allá de lo que ya vemos,
porque Dios es siempre mucho más, y creo que nos está matando la rutina y la
pereza que nos atan a nuestras devociones domesticadas. Los pastores, los que
vienen de la noche y han descubierto el día de la luz verdadera, son los que
nos invitan a gustar de nuevo a este Dios que está ahí, esperándonos siempre,
más allá de lo imaginable.
¿Conoces
a algunos de estos pastores?, ¿le dejas que te enseñe a mirar? Son preguntas
que el evangelio nos hace en este comienzo de año.
Quizá en esta postal de Navidad de Wendy Keller podamos reconocer
la visita de la presencia de Dios en alguna noche de nuestra vida. Sin
milagros, sin efectos especiales, simplemente recibiendo de él el consuelo de
que la vida que tenemos y que nos duele era recogida en un abrazo eterno que
nunca nos abandonaría. Quizá esta visita hizo que luego miráramos a Jesús de
otra manera, sin sentir nada más que una alegría especial. En ese momento nos convertimos
en pastores visitados. Y quizá también en ese mismo momento recibimos la
vocación de ángeles de la presencia de ese Dios que, con la luz de su encarnación,
ha abrazado a “todos, todos, todos”.

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