II DOMINGO DE ADVIENTO. Ciclo A. (Is 11, 1-10; Sal 72; Rom 15, 4-9; Mt 3, 1-12)
Una de las características del Señor que llega es que no necesita ningún espacio especial para encontrarse con nosotros. El nos busca allí donde estamos, porque solo viene a dar cumplimiento a lo que somos. Así se muestra de continuo en el evangelio, Jesús no espera que vayan a él, el se acerca a donde los hombres están viviendo su vida para que encuentren su verdad última. Basta recordar lo que le dice a Zaqueo: “Hoy tengo que comer en tu casa”.
Y, sin embargo, el evangelio, tal y como se nos proclama hoy, está precedido de una necesaria visita al desierto. Se trata de aquel lugar donde nada nos distrae, ni imágenes, ni voces, ni sonidos; aquel lugar donde aparece el verdadero y último deseo de vida; aquel lugar donde podemos advertir que tenemos la vida retenida por demasiados miedos, demasiadas complicaciones, demasiados cachivaches, demasiados enfrentamientos; aquel lugar que invita a vivir lo básico, a vivir por un momento de forma minimalista en este mundo de excesos, en un minimalismo donde el aprecio por las cosas de cada día y su cuidado, el valor de las relaciones y la delicadeza en ellas, la atención, el compromiso con la verdad y el bien, sean lo que nos mueva. Es entonces como aparece el deseo de una fuente viva que cree este oasis sencillo y pleno de vida que nosotros no terminamos de saber crear, cuando se abre el deseo de Dios y de su enviado. Sin este deseo no hay ni adviento de vida ni adviento del Mesías, no porque el Señor de la vida no venga, sino porque dejamos que pase de largo sin acogerlo, aunque vistamos nuestras casas, nuestras calles y nuestras iglesias de Navidad.
Ya
Juan el Bautista se daba cuenta y gritaba: “¡Raza de víboras!, ¿quién os ha
enseñado a escapar?”. Y me pregunto si, incluso cuando nos acercamos a la Iglesia,
como cuando se acercaban antaño a Juan, no tendremos que crear un poco de desierto
en nuestras vidas para poder reconocer el verdadero manantial que viene a hacer
de nosotros un paraíso común.
En esta pintura de Michael Cook titulada Plegaria nocturna, quiero
ver a cada hombre y cada mujer que se recoge ante el espacio de su propia vida (tan
desértica por momentos) y lo abraza con confianza, percibiendo los brotes de
vida que van naciendo en ella y, consciente de los peligros a los que se
enfrenta, se concentra solo en trabajar y orar para que no se pierdan y se
hagan vivos fecundos. La vida está ahí, con sus promesas y, en ellas, la misma
presencia de Dios que nos llama a confiar. Al fondo, la noche, que en nuestras
sociedades se viste de día artificial distrayéndonos con las adiciones que nos
crea. Y el personaje, vigilante, cuidando su vida escondida, porque es en su
vida por donde viene Dios.

Amén amén amén
ResponderEliminarGracias...
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