IV Domingo de Adviento. Ciclo A. (Is 7,10-14; Sal 23,1.6; Rom 1,1-7; Mt 1,18-24)

¿Y si la María de este evangelio no solo fuera la mujer sencilla de Nazaret, que es causa de dudas y de deseos de repudio por parte de José, que seguramente tantas expectativas tenía de su matrimonio, sino que fuera igualmente la Iglesia, pues siempre y en alguna medida, María fue la Iglesia? Si fuera así, también nosotros como José habríamos experimentados sus mismos sentimientos, el impulso de repudiarla, de abandonarla, al verla envuelta en tantas cosas que nos disgustan (aunque haya que decir que la María original no estaba envuelta por el velo repulsivo del pecado). ¿Y si igualmente aquella María también reflejara lo que sentimos frente a la humanidad que, antes o después, nos enerva con sus límites, con sus miserias, con sus traiciones, hasta hacernos perder la esperanza en ella? 
No es muy difícil conectar las tres escenas, por más que confesemos a María como inmaculada, porque en ella, lo mismo que en la iglesia y lo mismo que en la humanidad el Hijo de Dios se quiere dar a luz. Si se puede decir esto, José se convierte en guía de la mirada de nuestro corazón, que apesadumbrado en un principio acoge la vida que llega cuidando a quien la porta, aunque no le guste la situación. ¿No es esta la forma de recibir no solo la Navidad histórica donde Dios selló un pacto eterno con nosotros, sino la Navidad eclesial de cada día y la que esperamos se dé a luz en la humanidad entera?
¿No es así como Dios nos invita a acoger su amor que se nos entrega, una y otra vez, por más le defraudemos? ¿Y no es la encarnación siempre un parto entre tinieblas por más que lo vistamos de espumillón?
Tenemos unos días para prepararnos y mirar a María, a la Iglesia y a la humanidad preñadas de Dios mismo y decidir que la celebración de la Navidad sea un impulso para acrecentar nuestra fe no solo en Dios, sino, de su mano, en nosotros mismos, en la Iglesia y en la humanidad. ¡Qué falta nos hace empaparnos de este sentimiento de fe que Dios le pide a José y que él vive cuando mira a la humanidad y expresa de manera sobreabundante en su encarnación!



En esta pintura ARCABAS representa el sueño de José. Este ángel (como los que pinta en sus anunciaciones) no es una figura apacible, más bien parece un ser ardiente que viene a prender fuego a la vida de José (¡Recuerda tanto el deseo de Jesús!) Susanna Tamaro tituló un libro autobiográfico, en el que trataba la difícil relación con su padre, Todo ángel es terrible. Y quizá esto sea más apropiado que la serenidad tan dulzona con la que los dibujamos, porque lo que traen siempre los ángeles es la palabra viva de Dios que descompone muchos de nuestros apaños y expectativas, y no pocas veces nos saca de quicio solo escucharla, aunque acogerla sea lo mejor que nos puede pasar. En esto nuestros guías son María y José.

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