La música y el amor

Por más que no terminemos de encontrarlo y expresarlo del todo, el amor está inscrito en nosotros como un anhelo que debe cumplirse para que alcancemos nuestro verdadero sentido. Uno de los lugares expresivos del amor es la música que ha acompañado al hombre desde siempre. Una música que los filósofos pitagóricos creyeron escuchar en la armonía del universo, cuando las cosas se entremezclan con orden y exuberancia. Basta contemplar a una madre con su bebé en brazos cantándole una nana para ver cómo la música trae la misma vida de la madre envolviendo al bebé, y entra, como si tuviera vida propia, hasta la intimidad más profunda de este produciendo una paz en la que el niño puede dejarse llevar al sueño y soñar. La música, entonces, parece ser un tercero entre dos, que une la vida que parece separar la carne. Es así, el Tercero, como algunos llaman al Espíritu santo, amor vivo del Padre y del Hijo, que les une y les expresa. De la misma forma, la música acompaña el camino común cuando, por ejemplo, un grupo de amigos o amigas cantan juntos una canción, aunque no lo hagan demasiado bien. La canción que las une no es sino sustancia expresiva de su misma amistad, torpe a veces, pero que expresiva de cómo sus vidas están enhebradas interiormente más allá de que estén en situaciones distintas o tengan distintos proyectos. Cuento esto porque hace unos días escuchando la canción de Paul Zach, The Greatest Commandment (puedes oírla y verla en Youtube) pensaba que esa forma de cantar juntos expresa la vida de amor de Dios y la que ha pensado para nosotros, es decir, su mismo mandamiento.

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