La vida en diferido

Conocemos aquel refrán que dice que “lo bien hecho bien parece”. Lo decimos para afirmar que las cosas buenas lo son en sí, aunque a veces no se vea su esplendor, aunque de inicio solo se perciba el esfuerzo que suponen. Esto significa, para quien repite el refrán o para quien lo acepta, que existe una belleza escondida en el mundo que solo aparece cuando los hombres confiamos en ella y trabajamos bien y con bondad aceptando que su nacimiento debe pasar por un tiempo de gestación no siempre fácil. Así pues, la mejor cara de la realidad parece decirse siempre en diferido, como si hubiera que programar el mundo para que después, en un tiempo que no sabemos ni podemos controlar, nazca la exuberancia que parecía reservarse. A esta distancia bien podríamos llamarla la cuaresma de la realidad. Una cuaresma que Dios vive igual que nosotros, pues habiendo creado el mundo bajo un diseño paradisiaco, el de su propio corazón, debe soportar que su trabajo, sembrado con amor, no dé de sí sin más. Esperar a que el corazón del hombre haga espacio para que la labor bien hecha de Dios, bien (a-)parezca. Dios mismo debe vivir aquel salmo que dice: “Al ir iba llorando llevando la semilla, al volver vuelve cantando trayendo las gavillas” (Sal 126, 6). Los que creemos que Dios se ha manifestado en Jesús de Nazaret, sabemos que, para llevar la creación hasta la exuberancia de la resurrección de la carne, ha tenido que vivir el gris cenizo y doloroso de su amada creación en un sacrificio en el que parecía no haber resquicio para la esperanza. Ahora sabemos que este camino cuaresmal de Dios es también el del hombre.

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