Las formas de Dios

En una reflexión anterior comentaba que Dios no está al lado de las cosas como una cosa más, sino que su presencia reverbera en la realidad que habla de él como misterio originante, como fundamento vitalizador de la realidad, como llamada que llega desde el futuro movilizando las energías del mundo y de los seres humanos hacia posibilidades sobreabundantes. De cuando en cuando su misterio se viste de criatura para decirse. En la Escritura lo vemos vestido, por ejemplo, de zarza ardiente que no se consume, mostrándose a Moisés como vida inextinguible, como ese hogar cálido que crea una lumbre donde recogerse, aunque celoso de sí, sin permitir que se le agarre apropiándose de él. Así es su santidad: permanente, acogedora y a la vez inasible, inmanipulable. En otro lugar, a varios siglos de distancia, Jesús dibuja a Dios comparándose con una gallina que intenta reunir a sus polluelos bajo sus alas (Lc 13, 34). Así es Dios también: acogedor y vulnerable, casi indefenso como la gallina, porque a su ser le gusta ofrecerse y le repele imponerse. Así Dios va manifestando su misterio al hilo de nuestra relación con él, dejándose conocer en formas distintas de un mismo ser de vida, amor y santidad. Su misterio se deja ver en la medida que nos expongamos a una relación verdadera con él, no encerrándonos ni encerrándole en unos conceptos ya hechos. Por eso, no basta con saber que es creador, que es santo, que es padre, que está en el cielo, aunque todo esto sea verdad, es necesario que estas palabras nazcan de una relación en la que se le descubra como compañero de camino.

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