Preguntar sobre Dios

Hay preguntas que no encuentran contestación, porque el que las hace se ha inmunizado a una posible respuesta que contradiga los presupuestos desde los que quiere vivir. Son preguntas retóricas, incluso poses banales o cínicas. Pero las mismas preguntas pueden provocar una conmoción que cambie la forma de mirar, la forma de sentir, la forma de vivir, si uno se deja guiar por ellas, incluso si no encuentran una respuesta inmediata, porque nos encaminan hacia una verdad más verdadera, hacia una vida más real y plena. Esto es lo que sucede con la pregunta sobre Dios, en especial, cuando se realiza en una situación de crisis: ¿dónde está?, ¿cómo actúa?, ¿por qué calla?... La vida es una continua lucha entre el orden que intentamos imponer en ella para que responda a nuestras necesidades y el desorden al que ella nos somete, desorden que nos pide dar de sí sobrepasándonos. Todo orden tiene su crisis y toda crisis en la que preguntamos por qué es una pregunta para que demos de sí. Con Dios pasa lo mismo. Su presencia inquieta aparece en nuestras vidas en tensión entre la serenidad que otorga su bendición y la agonía en la que parece abandonarnos en nuestras cruces. Y es ahí, cuando aceptamos vivir en el claroscuro de la vida, cuando aceptamos pasar el estrecho entre la Escila del bienestar y la satisfacción y la Caribdis de la desesperación y el resentimiento, cuando quizá le encontremos en su verdad. Pues es solo en la estrechez bendita de la fe y el amor, que deja de preguntar para vivir hacia una vida que no vemos, pero que es la que nos pide nuestro anhelo más profundo, donde Dios nos abraza.

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