DOMINGO IV DEL TIEMPO DE PASCUA. CICLO C (Hch 13, 14.43-52; Sal 99, 2.3.5; Apoc 7, 9.14b-17; Jn 10, 27-30)

El profeta Isaías relata una conversación íntima entre Dios y su pueblo cuando este se queja de haber sido abandonado. En ella, el Señor afirma: “Mira, te llevo tatuado en la palma de mi mano” (49,16). Siempre ha sido así, se trata de una afirmación simbólica que remite a un acontecimiento real, a saber, que Dios no nos creó a las afueras de su vida, sino que nos fijó en su propia carne. Como dice Efesios: “Hemos sido creados en Cristo” (Ef 2,10). Así pues, nada sucede fuera del domino de Dios, aunque tantas veces lo parezca.
Con la resurrección de Jesús esta carne nuestra, recogida en su propia vida, se ha manifestado no solo acogida por el afecto de Dios, sino participando gloriosamente de su propia vida. Y es así como se completa la revelación de lo que “estaba escondido desde la fundación del mundo” (Ef 3,9).
Es este el contexto donde los cristianos escuchamos el evangelio de Juan que se proclama hoy y en el que en un fragmento bien pequeño se repite por dos veces que no seremos arrebatados de las manos del Padre, y esto porque Dios mismo, desde siempre, nos ha querido inscribir en la vida del Hijo eterno, para que allí participáramos de su gloria, porque el Padre y el Hijo son uno.
Por eso, al acoger la resurrección de Jesús como fuente de vida y pensamiento, y confesar que él es nuestro hogar de vida, se nos da a comprender que, si bien la creación y la historia no pocas veces no parecen más que un valle de lágrimas, nuestras vidas se manifestarán finalmente transfiguradas por la luminosidad del Hijo, como afirma hoy el Apocalipsis.
Una vez recibida la fe, una vez que se nos revela que estamos injertados en el tronco eternamente vivo de Cristo, solo queda abrir nuestro ser a la savia vivificadora que él nos da: escuchar y dejar que su palabra nos guíe.

Pintura de Yongsung Kim, Buen pastor

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