DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (2Re 5,14-17; Sal 97,1-4; 2Tim 2,8-13; Lc 17,11-19)

Hay veces que los relatos de milagros no pretenden hablar de actos extraordinarios, sino que son la ocasión para mostrar bien la identidad de Jesús, bien la situación de los hombres, bien la forma verdadera de la vida. Esto sucede hoy con el episodio de la curación de los diez leprosos.

De inicio se les presenta juntos frente a Jesús, heridos por el mismo mal y con una sola voz de súplica. Su presencia y su palabra llaman a la compasión, a repetir el gesto fundante de Dios cuando oyó el grito de su pueblo y bajó a salvarlo de la opresión por mano de Moisés (Ex 3,7-8). Jesús es presentado, así como la actualidad de la escucha compasiva de Dios que sigue con su corazón abierto a los que sufren y la presencia en movimiento de su fuerza salvífica vuelta hacia los necesitados.

Pero, como antaño, no basta la acción de Dios, los dones del Señor, para sanar a los hombres que fácilmente utilizamos los bienes recibidos para separarnos los unos de los otros. Si el dolor los había unido, la curación parece separarlos, devolverlos a esa vida que va por libre en la que el corazón se vuelve insensible a los demás. Y esto se muestra en que, ya curados, su corazón parece haberse hecho indiferente no solo al dolor de los otros, sino a los beneficios recibidos de ellos, en este caso la curación.

Y es que los bienes del Señor pueden torcer su camino y volverse fuente de condenación si nos ensimisman, y los males que sufrimos espacios de comunión con los demás. Todo es cuestión de que las cosas estén en su sitio o no.

Algo de esto expresa la oración del Prefacio dominical IX, cuando pide para la Iglesia (y para todos): “que, a impulso de su amor confiado, no abandone la plegaria en la tribulación, ni la acción de gracias en el gozo”.


Pintura de Brian Kershisnik, Curación de diez leprosos.

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