DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Eclo 35,12-14.16-19a; Sal 33, 2-3.17-18.19.23; 2Tim 4,6-8.16-18; Lc 18, 9-14)

¡Qué terrible evangelio! ¿Quién saldrá indemne? Desde luego no el fariseo que encuentro en mi corazón a cada paso, sin que necesite subir a orar al templo, que encuentro en mis diálogos de calle con el Señor al alegrarme de los dones que me ha dado y que, a menudo, terminan por revolverse como una serpiente que muerde mi corazón y lo envenena con el juicio a los otros. Como advertía san Ignacio: “Proprio es del ángel malo entrar en el corazón devoto escondido tras sus mejores deseos, y salir habiéndolo conquistado; traer pensamientos buenos y santos, y poco a poco, enredar el corazón con sus engaños ocultos y sus perversas intenciones”. ¡Qué fácil de engañar nuestro corazón! Y ¡qué triste que así sea!

Pero no sé si sale indemne el publicano de estos tiempos, que engañado ha terminado por creerse mejor que los fariseos de todos los tiempos, mejor que los que buscan cumplir con la ley del Señor, y los llama hipócritas porque se alegran de ser justos. Y aquí también nos engaña el ángel malo del que hablaba san Ignacio, al hacer que nos identifiquemos demasiado deprisa con el humilde publicano, frente a los que se esfuerzan día y noche, más allá de sus pecados, por ser fieles al Señor. ¿No habrá el ángel malo engañado a nuestro corazón para que se conforme demasiado deprisa con ser un pecador perdonado, en vez de un seguidor esforzado de la ley del Señor, de la vida de Cristo?

Y uno se pregunta con san Pablo: “¿Quién nos librará de este cuerpo (de esta forma de ser) tan fácil de engañar por el pecado?”; y pide al Señor aprender a fijar los ojos en el amor que nos ha tenido, y mirarse y mirar a los demás desde esos mismos ojos que solo se fijan en nosotros para salvarnos.  

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