DOMINGO IV de ADVIENTO (Is 7, 10-14; Sal 23, 1-6; Rom 1, 1-7; Mt 11, 2-11)

En las historias bíblicas no siempre se explica primero la trama para deducir de ella la condición del personaje principal, sino que, a veces, se le identifica y luego se muestra cómo ha llegado a sí mismo por un recorrido no lineal, sino lleno de dificultades y autoengaños o de callejones sin salida que encuentran una nueva senda. Eso sucede hoy con José. Cuando se dice de él que era un hombre justo, el texto no pretende mostrarle como intachable en todos los momentos de su vida, sino como obediente en la búsqueda de la justicia, del bien, de su propia vocación.

Su camino comienza en medio de una prueba que no supera inmediatamente, sino a través de decisiones ambiguas que, sin embargo, encuentran finalmente un modo justo de realizarse. Y en este proceso, se mezclan la búsqueda de José y la llamada que Dios le dirige.

Su vocación, quizá la misma que la de Noé, otro hombre definido como justo en la Escritura, era la de recoger la verdad de la vida en un arca para que no pereciera en medio de un diluvio de intereses propios, violencias plurales y autojustificaciones sembradas por doquier. En su caso, la verdad de la vida que debía acoger se escribía con mayúscula: Emmanuel, y así lo hizo.

Seguramente, en este último domingo de Adviento se nos esté recordando que también a nosotros se nos pide lo mismo: que, dando las vueltas que necesitemos dar, no nos olvidemos que Dios nos llama a salvar una parte de la humanidad, una parte en la que Dios tiene destinado nacer para ser Emmanuel: todo-con-todos, todo-en-todos. Y esa parte nos vendrá, seguramente, de modo inesperado pero cercano, si es que tenemos ojos para ver y oídos para oír.


Pintura: San José, detalle del icono Natividad de Sonja Utkina

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