DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO A (Is 49,3.5-6; Sal 39,2-10; 1Cor 1,1-3; Jn 1,29-34)
“El que me mandó a bautizar con agua me dijo: «Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo»”, se lee hoy en el evangelio.
El bautismo es un signo de la intención del hombre de renovarse para
vivir en un mundo justo. Todos poseemos este anhelo en nuestro interior. Todos
buscamos, cuando no hemos sucumbido de una u otra forma al cinismo, alejarnos
de nuestra peor versión y encontrar la mejor versión del mundo junto a los
otros. Son muchos los esfuerzos de bautizar el mundo: esfuerzos educativos,
esfuerzos sociales, esfuerzos políticos, esfuerzos económicos, etc. para
cambiarlo; y de bautizarnos a nosotros mismos poniéndonos en manos de nuestra
voluntad y nuestros buenos deseos o de la acción de algún hombre o mujer sabio
o bueno.
Podríamos decir que esta es nuestra misión. Hemos sido enviados a
bautizar el mundo y hacerlo habitable, bueno, justo. Esto sería el bautismo con
agua. Sin embargo, todos nuestros esfuerzos se topan, una y otra vez, con una
especie de límite infranqueable. No podemos arrancarnos de este mundo viejo que
habita nuestro interior y que configura las estructuras y las relaciones del
mundo.
El verdadero bautismo, el que nos renueva y renueva el mundo en
plenitud, necesita el Espíritu de Dios que reposa en Cristo. Es solo cuando nos
dejamos empapar por él cuando todo se hace nuevo, cuando todo es redimido,
cuando todo alcanza a ser lo que estaba llamado a ser. Es entonces cuando nuestros
esfuerzos cobran sentido y esperanza, aunque alguna vez les corten la cabeza.
Pintura de James B. Janknegt, Padre, perdónanos.
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