FIESTA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR (Is 60,1-6; Sal 71,1-13; Ef 3,2-3a.5-6; Mt 2,1-12)

Difícilmente podemos sustraernos al cambio de dirección que se ha impuesto en esta fiesta de la Epifanía, que todos llamamos de los Reyes Magos. Hemos pasado inconscientemente de celebrar la manifestación del don supremo de Dios, de su vida ofrecida a todos en Jesús, a la fiesta de los Reyes, o a la manifestación de nuestros propios dones, de lo que nos ofrecemos unos a otros, en especial a los más pequeños. 

Aceptémoslo por un momento porque tiene su cierta lógica, pero pensemos lo que ofrecieron estos Magos. La profecía de Isaías dice oro e incienso, es decir, sus bienes y poder y su adoración. ¿Por qué dar esto, que en el fondo es darlo todo?, y ¿cuál es el motivo de hacerlo voluntariamente, sin que sea fruto de una amenaza? Solo tiene sentido si, puestos en sus manos, los bienes, el poder y la propia libertad adquieren una cualidad superior que ensancha la vida. Y esto es lo que quizá se nos quiera decir: que los bienes cuando no se comparten, como hizo Jesús con su vida, si no se pudren ellos mismos, seguramente pudren nuestro corazón; que el poder, cuando no se pone al servicio de los demás, como hizo Jesús en su vida, termina por entregarnos a una soledad y un miedo que oprime la vida. Así pues, es una vida nueva lo que aporta el Espíritu de Jesús cuando se pone todo en sus manos, una vida de amistad y comunión, una vida de reconocimiento y confianza, una alegría natural que no se puede comprar. 

Ahora bien, los magos añaden a la profecía la mirra, es decir, aquello que intenta ocultar la propia debilidad, la podredumbre, la miseria y todo tipo de muerte que llevamos dentro. Al ofrecerla, nos invitan a confiar a Cristo también el lado débil y oscuro de nuestra vida, para que él lo redima con su misericordia. 

Así, en el fondo, lo que le damos a Jesús no es sino la voluntad de abrir todas nuestras puertas para que él entre y lo llene todo de su vida, de la vida verdadera.

Pintura de Brian Whelan, Adoración de los Magos.