Apócrifo (pascual) de la 'Vida de María, la de Magdala'

Le gustaba andar en soledad, sobre todo en esa soledad donde él estaba siempre cerca, aunque anduviera a lo suyo, ocupándose de los demás. Le gustaba hasta el punto de sentir que esa soledad era su vida. Pero ahora, sentada en el suelo frente a la entrada clausurada de la tumba, no sabía qué pensar.

Tenía el recuerdo vivo de aquella pregunta que un día él le dirigió: ¿Tú crees? Pero ahora no sabía qué creer, ni siquiera sabía si esa pregunta seguía viva en su interior o había muerto con él, y solo era un eco espasmódico de la vida que ya no estaba. 

Había llegado antes del amanecer y, ahora, la luminosidad de la mañana, que quería ocuparlo todo, luchaba con la oscuridad de la tumba que se había hecho densa en su interior; el recuerdo del sudor agónico del rostro herido de su amado competía con el brillo del rocío que todo lo adornaba; aquella soledad envuelta en gritos que no había podido acompañar rivalizaba con esta otra consolada por el trino de los pájaros que despertaban el día; y el recuerdo de su cuerpo amoratado por los golpes se redibujaba en los racimos de lilas que adornaban los arbustos que la rodeaban.

La mañana hacía irreal aquella noche de muerte y la muerte quitaba realidad a aquella mañana de vida. ¿Tú crees?, volvía a escuchar en el fondo de su alma. La pregunta no descansaba en su empeño de despertar la vida que ya vivía en su interior.

De pronto, la pregunta se calló, justo en el momento en que ella intentaba responder que sí. Y fue entonces, cuando se abismó en el vacío silencioso que dejaba aquella pregunta que parecía huir sin dejar siquiera el rescoldo del recuerdo, fue entonces cuando su nombre, pronunciado con las trazas de un acento y un decir que conocía, tomó cuerpo en ella y le dio vida. Y, por fin, amaneció


Pintura de Toshiyuki Enoki

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