DOMINGO III DE PASCUA. CICLO A (Hch 2, 14.22-33; Sal 15, 1-2.5.7.8.9-10-11; 1Pe 1,17-21; Lc 24,13-35)

Para resucitar primero hay que morir. Resucitar significa alcanzar un nuevo nivel de vida que no depende ya de nosotros mismos, sino de una presencia de Dios que se esparce por todo nuestro ser llevándolo todo a una plenitud saboreada, intuida, pero insospechada. En este proceso de morir y resucitar, las experiencias de pérdidas tienen un lugar central porque nos hacen saber que somos mortales, que nunca somos dueños del todo de nuestra propia vida. Aceptar esto con humildad y confianza en el Señor (incluso en medio del dolor) es el primer paso para entrar en el camino de la resurrección.

En el evangelio de hoy vemos este camino en los discípulos de Emaús. Ellos van aprendiendo a morir para despertar a la vida verdadera, aprendiendo a ver en Dios mismo la única promesa de vida que se sostiene, y esto de la mano de Cristo muerto y lleno de vida. 

Ellos nos enseñan que uno de los primeros pasos de este aprender a morir es reconocer que nuestras decepciones tienen mucho que ver con una esperanza demasiado infantil en la vida que podemos darnos a nosotros mismos; reconocer que toda esperanza sostenida solo en nuestros proyectos y fuerzas tiene los días contados; reconocer las dudas que esto suscita en nuestro corazón y que tienden a difuminar el sentido que tienen las cosas; reconocer la tristeza interior que nos habita y nos desactiva fruto de esta pobreza radical de nuestro ser.

Reconocerlo y ponerlo en diálogo con Cristo, muerto y lleno de vida, hasta que nos haga ver que Dios puede llenarlo todo y que en sus manos nada se pierde y que, por eso, merece la pena vivir con intensidad la vida que, en él, se ha mostrado eterna.


Pintura de Janet Brooks-Gerloff, Camino de Emaús.

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