VIERNES SANTO. Ciclo A (Is 52,13-53,12; Sal 30, 2y6.12-13.15-16.17y25; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 8,1-19,32)

Si estás leyendo esto, seguramente perteneces al grupo que cree que aquello que afirma Isaías sobre el siervo se ha cumplido en Cristo: “Tendrá éxito” y “aunque muchos se espantaban de él”, “asombrará a una multitud pueblos”. Aun así, quizá tú mismo te preguntes en qué tendrá o tuvo éxito, a lo puedes responder con otra pregunta: ¿Qué otro ha sido capaz de llevar el amor más lejos y hacerlo brillar en medio del odio?, y detenerte en la pregunta hasta que consiga remover tu corazón.

Seguramente, percibas como el espanto que produce no es solo cosa del pasado. También hoy, quizá como hace tiempo no veíamos, muchos se espantan no de su cruz, que es agitada culturalmente por todos, crean o no, como signo cultural demasiado lleno de vanidad y demasiado cargado de negocios. Se espantan, como nosotros mismos nos espantamos, de su vida; de esa vida en la que él mismo nos enseña a crucificar el ansia de poder, de tener, de seducir… Nadie quiere oír hablar de su vida de entrega, de su vida discreta y humilde, de su vida compartida que renuncia a poseer. Lo que espanta es su amor, porque nos hemos convencido de que lo que da vida son las cosas que acrecientan nuestra vida y no el espíritu que reparte su aliento a toda vida. Por eso nos espanta.

Y, aun así, hombres y mujeres de muchos pueblos nos hemos asombrados al contemplar su paso entre nosotros, su muerte llena de amor, incluso por los que no quieren sentarse a su mesa. Y le miramos de lejos, sabiendo de su sed por darnos vida. Y le pedimos que nos dé el coraje que no tenemos para ser testigos de que solo ese amor crucificado es el camino de la Vida.


De un viacrucis de Sœur Mercedès, bénédictine de l'Abbaye Saint-Scholastique à Dourgne

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