Poema en prosa a modo de homilía para la VIGILIA PASCUAL

Gritó, y con su grito despertó en el mundo muerto de los hombres, en la vida muerta de la creación.

Los primeros que salieron a su encuentro fueron los pájaros, que seguían piando y trinando como si no hubiera pasado nada, aunque allí nadie los oía porque los muertos no oyen nada, ni siquiera cuando están vivos. Le vieron sonreír y se amontonaron revoloteando en torno a él, anidando en sus heridas, reconociendo en él el árbol de la vida donde todo tiene sitio y todos quieren ir.

También los lirios sonrieron inclinándose hacia él, queriendo adentrarse en los ojos que habían visto su belleza, la belleza que los muertos ya no ven, que ni siquiera ven cuando están vivos. Despertaron sus colores agrisados por el manto de la envidia que se había apoderado del espacio de la vida y había herido de muerte su hermosura peregrina.

Y allí, en la noche oscura de la vida muerta, en este encuentro con la muerte viva, empezó a morir la muerte y despertar la Vida.

Había despertado allí donde el fragor exuberante de las leyes de la vida y el impulso de la libertad creativa de los hombres no daban más de sí, donde todo caía preso de la inanidad final de su poder y su querer. Allí donde el abrazo de los átomos y de los hombres se había tornado lucha sin cuartel extendiendo un haz de muerte que todo lo aniquilaba dejando solo la nada en pie. Allí donde el mundo creado como un sagrario en espera de la vida plena estaba lleno del impotente querer ser del bullicio de las cosas y la gente, con la forma de un vacío silencioso que no sabía qué esperar. Pero allí, allí estaba él en pie, con los pájaros cantando en sus palabras y los lirios vestidos con el roce de su piel; sin nada, sin nada más que su fe mirando al Padre y su vida derrochada para que esta tierra se llenara de dulzura y bendición; en pie, cuando no tenía más que la esperanza de ser lo que quiso que fuera el que lo llamó a ser. Entonces fue, fue cuando se aferró a la fe y su fe se abrazó al amor; y entonces fue cuando la losa se rompió, y ya nada separó a los hombres de Dios en este cuerpo roto y renacido, hecho quicio del futuro sin distancias, sin odios ni dolor.

Y su cuerpo herido por amor se hizo luz, y la luz se fue adentrando curativa en los ojos muertos de los muertos que iban viendo el despertar de la tierra galilea donde Cristo dejó la huella de la vida en su discreto caminar. Despertaba y daba luz a esa oscura nada llena de sopor de la vida muerta que se hacía leve envuelta y bendecida por el todo que era Cristo hablando en su interior.  

Y la gravedad y el peso de la losa que guardaban sus guardianes (el miedo y el rencor; la acedia, la desesperanza; la envidia, la codicia y el dolor) flaqueaban y estos antiguos adanes cayeron presos del amor y ya no vigilaban, contemplaban complacidos la danza del Señor que abrazaba con su amor cada pequeña criatura elevándola hacia Dios.

Y la puerta del sagrario se cerró con Cristo dentro y ya no vimos más, pero nada se perdió, que todo translucía entero la presencia del Señor. Y la entera creación cantó aleluya como siempre quiso hacer: ligera como el vuelo de las aves, discreta como el traje de los lirios; cantó aleluya en un abrazo singular donde todos encontraban su lugar; cantó aleluya cuando era noche y nada, y se vio vestida para siempre con el manto vivo y luminoso de la carne eterna del Hijo que la amaba. 


Pintura de Döbröntei Zoltán.

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