DOMINGO DE PENTECOSTÉS. CICLO A (Hch 2,1-11; Sal 103; 1Cor12,3b-7.12-13; Jn 20,19-23)

La súplica “Ven Espíritu Santo” expresa el anhelo de la Iglesia y del creyente de que Cristo, al que se ha gustado como vida verdadera, se haga finalmente uno con el mundo y con nosotros. Por eso, cuando pedimos el Espíritu Santo lo que realmente esperamos es que Cristo lo abarque todo y todo quede configurado por su paz y su justicia, como bien dice la oración final del Apocalipsis.

El problema es que, al expresarnos a través de una súplica, tendemos a sentir inconscientemente que no ha venido aún y que deberíamos convencerlo de que lo haga. En el evangelio de hoy, Jesús afirma: “Recibid el Espíritu Santo”. ¡Recibid! Se trata de un verbo que no solo expresa el dar de Cristo que con su Espíritu quiere hacerse uno con nosotros, sino que muestra la necesidad de una respuesta activa de nuestra parte.

Por eso, me parece importante percibir que algo de esta súplica al Espíritu se dirige a nuestro mismo corazón, para animarlo a abrirse a la presencia viva y cercana de Cristo del que fluye como un torrente espiritual en crecida que todo lo sana. Porque, de hecho, el Espíritu ya ha sido dado, ya está, pero necesita ser aceptado en los movimientos de nuestra vida.

En esta súplica afirmamos nuestra debilidad para responder y, a la vez, nuestro deseo de hacerlo. Quizá el claroscuro en el que se desarrolla la escena evangélica y el miedo que en ella lo impregna todo sea nuestro mismo estado. En este sentido, al clamar “Ven Espíritu Santo” somos llamados a reconocer su presencia y entregarnos sin miedo a sus movimientos.


Pintura de Lance Brown, Ven Espíritu Santo.

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