DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO A (2Reyes 4, 8-11.14-16a; Sal 88, 2-3.16-17.18-19; Rom 6, 3-4. 8-11; Mt 10, 37-42)

Amar a los cercanos es un deber y algo casi natural. Si no se les ama a ellos difícilmente se ama a otros. Además, este amor es un signo material de Dios que nos ha creado para amar y ser amados, e inscribe este amor en los lazos primeros “de la sangre”.

Pero este amor por los propios fácilmente se convierte en indiferencia e incluso odio por los otros, los distintos, los distantes, y entonces el amor se deforma. Es aquí donde yo creo que se sitúa el evangelio de hoy. 

Poner a Dios por encima de todo es poner en el centro un amor que nunca se transforma en egoísmo de familia, de clan, de partido, de raza, de religión.

Solo así el amor natural, que aprendemos en “los lazos la sangre”, de los iguales, de los nuestros, se transforma en amor sobrenatural o pleno donde todos tienen sitio: Un Padre y todos hermanos.

Pero esto no es fácil, porque supone sobrepasar la distancia, la diferencia, el intento de reducir al otro a mí mismo y a los míos. E igualmente cargar con las incomprensiones, rechazos y acusaciones de los que parcelan la humanidad en beneficio propio. Es aquí donde aparece la cruz que, en Cristo, se muestra como el desamor y la separación absoluta vencida por su cercanía definitiva. Como si Dios dijera: Distancia, ¿dónde está tu separación? Si ya has sido vencida, ¿por qué te empeñas en no abrir tus puertas de par en par? 

 

Pintura de Rafael López, Dreem (De los murales para alentar la vida comunitaria en Addison and Avondale, Chicago)

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