DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO A (Sab 12, 13.16-19; Sal 85, 5-6.9-10.15-16a; Rom 8, 26-27; Mt 13, 24-30)

La parábola del trigo y la cizaña que nos propone hoy Jesús no trata simplemente, quizá ni siquiera, del mal que existe en el mundo, como pudiera parecer en un principio, sino de la paciencia del reino de Dios.

El mundo no nace en la piel del paraíso, ni nosotros en la piel de unos Adán y Eva sin torpezas ni errores y pecados. El mundo surge de la mano de Dios abriéndose paso entre las tinieblas, lo mismo que nuestro cuerpo y nuestra alma. Lo hace con el germen de la plenitud, pero hemos de aprender la paciencia de Dios para descubrir y cuidar su gestación en lo que a veces todavía parece una deformidad insana e irrecuperable.

Dios mira su creación con complacencia. Siempre. “Vio que estaba bien hecho, que era bello”, dice el Génesis. Pero esta afirmación para pronunciarse por boca de Dios tiene que atravesar los espacios incompletos, torpes, e incluso deformes por los que la realidad creada va pasando para encontrarse consigo misma. Y esto sucede no solo con el mundo material, sino también con la vida de los otros y con la nuestra.

Hemos de aprender, pues, la paciencia de Dios con un mundo que debe salir de las tinieblas sin desesperar cuando estas parecen ocuparlo todo. ¿No miran así unos padres los primeros estadios de un embrión, de un feto, de un recién nacido enlodado de las entrañas de la madre, o de un adolescente enfangado en su propio ensimismamiento?


Pintura: Hágase la luz (Tomada de Etsy)

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