DOMINGO XXVII. CICLO A. (Is 5, 1-7; Sal 79, 9.12.13-16.19-20; Flp 4, 6-9; Mt 21, 33-43)

Todos necesitamos un espacio propio, y uno de los trabajos que empeñan nuestra vida es encontrarlo y hacer de él un lugar tranquilo, ancho, cómodo, seguro… Así está bien. Cuando Dios crea el mundo como hogar de la humanidad parece pensar esto. El primer capítulo del Génesis parece suponer que su designio le pensaba presente ante cualquiera de sus hijos diciéndoles: Todo esto es para ti, hazlo tuyo. Así está bien.

Sin embargo, existe una deriva perversa que deforma este movimiento. Consiste en pensar que el centro de la vida está en mí y no en Dios, es decir, que el mundo es nuestro en singular y no de Dios en un plural humano, en un para todos. Entonces, el espacio que Dios ofrece para bendición de todos y cada uno, el lugar de vida donde todos pueden sentirse bendecidos personalmente, se transforma en un espacio de lucha donde unos terminan teniendo más de lo que pueden abrazar y otros viviendo en una estrechez mortal.

Y esto porque olvidamos que el espacio propio es el lugar de la viña de Dios que hemos de hacer fructificar para todos. Y que si viene a pedirnos los frutos no lo hace como un dueño egoísta que quiere vivir a cuenta nuestra, sino como el que ha dado espacio y misión a cada uno en su propio mundo y quiere que todos nos comportemos a su imagen, imprimiendo en el mundo su misma bendición: “Tú recibiste tu parte de la viña, ahora ensánchala ofreciendo los frutos de tu trabajo como vida para los otros. Solo así serás mi imagen, solo así serás bendición para el mundo”. Lo otro, lo sabemos, convierte el mundo en colonias de adosados donde solo viven parásitos disfrazados y desconocidos entre sí.


Pintura de May Porter



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