DOMINGO XXX. CICLO A. (Ex 22, 20-26; Sal 17, 2-4.47.51;1Tes 1, 5c-10; Mt 22, 34-40)

Vivimos como si para ser nosotros mismos necesitáramos convencer o someter a los demás a nuestros razonamientos. Lo mismo nos pasa con Dios. Y experimentamos cómo el corazón no se deja convencer fácilmente, ni siquiera cuando los otros y Dios nos traen buenas noticias, porque incluso buenas descomponen nuestro pequeño mundo, que por más estrecho que sea es el nuestro.

En el capítulo 22 de Mateo, que seguimos leyendo este domingo, aparece la tercera de las discusiones de los dirigentes judíos con Jesús para someterlo a su judaísmo estándar. Estos debían haber estado preparados para reconocer la llegada de Dios y su buena noticia de la salvación, pero su mundo se ha solidificado y allí se han hecho cómodos. No será bueno criticarles, pues parecen un reflejo de nuestro propio corazón, siempre en lucha con Dios para atraerlo y someterlo a nuestro servicio o expulsarlo de nuestro mundo.

Jesús pacientemente acepta la discusión hasta llevarles a lo que ya sabían y no quieren ver porque es demasiado grande para vivirlo: que el amor lo sostiene todo y que fuera del amor nada se sostiene. Y es ahí a donde también pretende llevarnos a nosotros. Quizá necesitemos discutir con él, no importa, la cuestión es si en esas discusiones vamos abriendo los ojos y el corazón, y alcanzamos a reconocerlo como el Mesías, como el amor de Dios encarnado y disponible para todos y, en su mismo espíritu de amor, decidimos cimentar nuestra vida.  


Pintura de Mike Quirke. Jesús enseña a los discipulos

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