DOMINGO III DE ADVIENTO (Is 61, 1-2a.10-11; Lc 1,46-54; 1Tes 5,16-24; Jn 1,6-8.19-28)

Habiéndose enterado algunos espirituales de que muchos se ahogaban en el bautismo de Juan (véase la reflexión del domingo anterior), fueron hasta donde predicaba y, después de oírle decir que “no era ni el Mesías, ni Elías, ni el Profeta”, le preguntaron con un cierto enfado: «“Entonces, ¿por qué bautizas?” No te das cuenta de que haces que la gente se pierda atándose a gestos y palabras relativos, cuando su destino es el encuentro con el Dios verdadero».

Juan les miró reconociendo su propia tentación, también él había pensado en dejar los signos y entregarse a la realidad de Dios. Pero, ¿dónde podía encontrar la realidad de Dios sino en los signos mismos?

Y les dijo que solo en la historia de Israel y en sus profetas, solo en sus reyes y en sus aventuras, tan santas como necias se podía entrever a Dios, que solo con gestos concretos y palabras limitadas se podía recibir y responder a Dios, que solo en el interior de esa realidad ambigua que somos se dice Dios para nosotros y que, por eso, querer dejarla atrás era pura ingenuidad, y una necedad para los que debían saber que Dios había creado la materia de todas las cosas y nuestra carne para hacerlas expresión de su mismo espíritu; y que es en la profundidad que las habita, cuando no nos agarramos a ellas aferrándonos a su superficie, donde Dios nos regala su presencia.

Porque, dijo Juan a voz en grito: «Nadie puede recibir el Espíritu del que viene si no recibe su carne».

Así pues, el Adviento, como la vida cristiana, no consiste esperar a un Dios que nos saque de este mundo ambiguo y degradado, sino en reconocerlo como lugar del advenimiento de Dios, el lugar donde habita la promesa fiel de que Cristo lo será todo en todos.


Pintura de Nikola Saric, Testigos: Juan Bautista.

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