IV DOMINGO DE ADVIENTO (2Sam 7,1-5.8b-12.14a.16; Sal 88; Rom 16,25-27; Lc 1, 1-8)

La historia es así, Dios viniendo a caminar entre los hombres y los hombres construyendo recintos cerrados para su presencia. Dios queriendo alentar las búsquedas, compartir los esfuerzos, sostener la esperanza, fecundar los proyectos, dibujar un horizonte de plenitud… y los hombres separándolo de sus vidas, dándole el tiempo y el lugar de un templo y unos rezos. Una auténtica tragedia. Un divorcio al que el amor de Dios no se ha acostumbrado nunca. En la primera lectura David quiere hacerle un templo y Dios le responde con una bendición que supone mucho más, su presencia en la descendencia del rey.

Y al llegar la plenitud de los tiempos se escucha de nuevo lo que desde siempre estaba escrito en el corazón de Dios: Yo-soy-con-vosotros, yo-soy-Emmanuel. Y una virgen comprende cuando escucha en su corazón: Tú eres mi templo y tu vida puede ser el espacio de mi gloria. ¡Alégrate!

Y Dios se ensancha entrelazándose con los gestos cotidianos de una joven madre para dar horizonte de eternidad a cada palabra y cada gesto, para darse a luz entre las oscuridades de la vida y alumbrar el camino de la salvación.

Y se oye al que viene preguntarnos: ¿Comprendéis lo que he hecho? No temáis, pues habéis encontrado gracia a los ojos de Dios. Y abrid las entrañas de la vida, que no quiero otro templo que el que se alza con mi carne en vuestra carne.


Pintura de Caitlin Connolly que sugiere el "Hágase tu voluntad" de María.

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